Por
Roberto Marra
Ya
casi como un acto reflejo, se siguen inventando candidatos cuando se
acercan las elecciones. Pasa en todos los niveles, nacional,
provincial y local. Se trata, primordialmente, de armar una oferta
que se pueda “vender” fácilmente, como esas oportunidades de
supermercado, como un “2x1” politiquero. Se busca una cara
agradable, un conocimiento masivo, una posición ambivalente, una
pizca de falsa solidaridad de dádiva, bastante de sonrisa televisiva
y mucho de hipocresía disfrazada de “preocupación por la
pobreza”.
Y
está la soberbia, la ridícula impostación de quienes se creen más
de lo que son y están convencidos de saberes superiores, gracias a
los aduladores que se refriegan en el palenque que les asegure la
prebenda de un cargo jugosamente remunerado. Desde allí arriba,
desde la creencia de superioridades imposibles, desde la atalaya de
un castillo de naipes, expresan sesgadas opiniones sobre sus rivales
de la interna, menospreciando sus valores, asegurando capacidades
heredadas no se sabe de donde ni por qué, motivando divisiones
innecesarias entre sectores que buscan casi lo mismo, pero donde
prevalece lo individual frente a los intereses colectivos.
Insólitamente,
se habla de buscar la unidad, pero dejando en claro que se es la
única persona capaz de conducirla. Una unidad mal nacida, maltrecha
desde su origen, promotora de desgajamientos imperdonables, en busca
de acomodos personales, abandonando sin tapujos la esperanza primaria
de los ilusionados electores, que ven un atisbo de certezas
construídas desde el imaginario de esa confluencia de diversidades.
Tal
vez crean realmente ser la única opción valedera, estos impostados
oferentes de candidaturas. Puede ser que se sientan, de verdad, más
capaces que otros para conducir la carreta y acomodar los zapallos.
Es posible que no adviertan la profundidad del fangal donde se están
introduciendo, que sean incapaces de retroceder ante la probable
caída frente a sus rivales ideológicos, privilegiando sus actitudes
ególatras, abortando los sueños de millones, todo por seguir sordos
ante la realidad que los atraviesa con sus gritos de dolores
populares irredentos.
En
esas actitudes está la verdad de sus capacidades empobrecidas, ahí
se muestra la talla de sus saberes, con esos actos se aclara el
panorama de sus inutilidades para enfrentar enemigos capaces hasta de
matar por la acumulación de sus beneficios. Anticipan, desde sus
vanidades sin demasiado sustento, el resultado perdidoso para las
mayorías que, por enésima vez, confiarán en los viejos verdugos
con caras renovadas antes que en las promesas de individuos engreídos
incapaces de acordar con sus propios colegas ideológicos.
Con
esos componentes se están mostrando quienes, a priori, parecen
merecer las mayores adhesiones populares, promoviendo más dudas que
certezas, muchas más divergencias que confluencias, justo cuando la
realidad está caminando por encima de todos, aplastando los últimos
vestigios de humanidad que sostienen a una sociedad desguarnecida,
arrasada por el huracán conservador que destruye bienes y almas
buenas de un Pueblo que solo busca, como siempre, una puerta que se
abra a esperanzas ciertas y honestas, que iluminen el duro camino de
la reconstrucción de lo que, aquí también, se hizo añicos en
nombre del horroroso mundo de la fantasia “neoliberal”.
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