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Por
Roberto Marra
La
cercanía del momento electoral, está generando nerviosismos varios,
tanto en quienes gobiernan como en los sectores políticos que
pretenden reemplazarlos. Las inquietudes por convertirse en quienes
logren el triunfo, proviene de diversos motivos, tanto como distintos
son los objetivos que se plantean para actuar frente al océano de
profundas desgracias en que el presente (des)gobierno a sumido a la
mayoría de la población.
La
gravedad del tiempo histórico que se transita, ha generado en
quienes resultan los más persistentes opositores a las políticas
nefastas del actual delegado del imperio en funciones, la necesidad
de replantearse los caminos para lograr el triunfo electoral y, con
ello, comenzar una nueva etapa reconstructora de la desvencijada y
arrasada estructura económica-productiva, para rescatar la
educación, la cultura, la ciencia, en fin: la sociedad toda.
Pero
el daño corrosivo producido en las conciencias de las mayorías,
prolija y persistentemente inducido por la maquinaria ideológica que
sustenta desde hace décadas la conquista de la supuesta
“racionalidad” despreciativa de todo lo que huela a Pueblo, ha
logrado instalar una especie de pensamiento único, donde la negación
de lo evidente y la aceptación de lo inexistente es regla.
El
enemigo ha hecho muy bien su trabajo demoledor de la percepción de
la realidad. Ha instalado paradigmas inmorales, como virtuosos,
haciendo añicos las nobles utopías de sociedades igualitarias de
derechos, mostrando a la equidad social como enemiga de la felicidad
individual, generando viles competencias por las migajas que los
poderosos van dejando en su camino de acumulación infinita.
Con
ese dato fundamental, es que salen al ruedo de la persuasión quienes
pretenden convencer a la mayoría de los sufrientes miembros de esta
sociedad sobre la necesidad de andar otros caminos políticos,
transitar por el duro sendero de la lucha o, al menos, comprender lo
imprescindible del “cambio”, esta vez no como falsa retórica,
sino como consigna real impulsada por la urgencia demandada por la
extrema gravedad en la que se sobrevive.
Sin
embargo, son múltiples las trabas que producen las estigmatizaciones
que el “sentido común” ha instalado casi neuronalmente. Los
atrapados en la telaraña morbosa de su propia autodestrucción,
inducidos por la propaganda subliminal o abierta, además de
permanente, no conciben la posibilidad de modificación alguna del
“status quo”, al que apañan por considerarse parte de él, aún
cuando sus situaciones relativas les demuestren la distancia que los
aleja cada día más de ese sueño de pequeño oligarca sin destino.
Caen
así en la negación absoluta al que intente demostrarle, con hechos
probados, la realidad, esa que no ven, porque no quieren. Es entonces
que aparece la necesidad de crear otras herramientas que induzcan a
la reflexión a los perdidos en ese mar de mentiras programadas. Es
cuando la inteligencia debe hacer añicos a los dogmas y movilizar la
creatividad seductora de conciencias, movilizadora de impulsos
olvidados, instigadora de dudas sobre sus propias actitudes.
La
militancia “exitosa” será, entonces, la que pueda envolver cada
acción proselitista con conceptos que sugieran, no que impongan; que
predispongan, no que amenacen; que fascinen, no que asusten. Promover
esa nueva “cultura” de comunicación con los dubitativos y los
conversos, será una tarea compleja y dificultosa, porque modificar
la estructura mental de quienes deben realizarla también lo es.
Sincerar los errores y flaquezas también resulta imprescindible,
como medio de mostrarse auténticos, y también capacitados para
renovar las políticas que resultaron equívocas en otros tiempos.
Son
muy pocos los auténticos líderes populares capaces de emprender
tamaña empresa reinstaladora de los ideales perdidos, en la
percepción de los sumisos y los negadores. Son aquellos quienes
deberán dar el puntapié inicial en este partido donde se juega la
vida de todos, incluídas las millones de personas que, enceguecidas
por la atrapante luz de las mentiras del Poder, pueden ser capaces de
patear otra vez contra su propio arco, sellando la derrota ante un
enemigo que, entonces sí, no dudaría en acabar hasta con la misma
noción de Patria.
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