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Por
Roberto Marra
Nunca
existen límites para el Poder. No los consideran posibles. Se
piensan eternos dueños de todo y de todos. Hacen y deshacen a su
antojo y conveniencias, trasponiendo cualquier extremo, aún el que
parezca imposible. Y lo hacen porque los valores éticos son, para
ellos, una rémora del pasado de intentos populares por contener
tanto desprecio hacia la condición humana de los otros. No es que no
comprendan el sentido de sus maléficos actos; gozan al hacerlos
realidad, disfrutan con los resultados mortales de tantas
desvergüenzas e inmoralidades consumadas, además, con la repugnante
colaboración de cómplices extraídos de las filas de los propios
sometidos.
La
admiración al extranjero poderoso es proporcional al odio hacia el
indígena empobrecido por la injusta violación de sus derechos
ancestrales. Y no existe mejor lugar para comprobarlo, que la
Patagonia, donde su inmensidad ha sido repartida entre los invasores
foráneos, bendecidos por la oligarquía nativa, siempre proclive a
inclinar sus testas ante la “rubia albión” y sus delegados
imperiales.
Por
esos lares se ha establecido un personaje proveniente de aquel
desvencijado ex-imperio, de riquezas inmensas sospechadas, todas,
provenientes de la especulación financiera y el lavado de dinero,
acusaciones que, por supuesto, jamás podrán ser probadas, dada su
vinculación estrecha con el saltimbanqui que oficia por estos días
de presidente de lo que fuera, hasta no hace mucho, una Nación
soberana.
Con
la justicia avasallada hasta el punto de apartar jueces que le
molesten, cooptados los funcionarios de los gobiernos locales que le
abren el camino a emprendimientos inmobiliarios utilizando
territorios prohibidos para eso, tiene, ademas, la frutilla del
postre de la indignidad: se ha robado un lago.
Lewis,
tal su sencillo apellido, ha logrado lo que ningún mago, ni el
propio Copperfield: ha hecho desaparecer un inmenso lago del
territorio transitable de nuestra República. Sabedor de su poderío
e influencias, impide el tránsito hacia ese espejo de agua natural,
secuestrado tras las montañas de las cuales también se apoderó.
Refugiado en su fortaleza armada, repele con su ejército privado a
quienes se atrevan a ejercer el derecho de acceder a cuaquier rincón
de un territorio legalmente protegido como parque nacional.
Con
la “justicia” de su lado, con la gendarmería protegiendo sus
intereses, con los gobiernos otorgando supremacías ante el resto de
la sociedad a este magnicida territorial, transitamos,
paradójicamente, por la cornisa de este noveno círculo del Dante, a
punto de sumergirnos en un final que no debió suceder nunca, si la
conciencia hubiera prevalecido, si la razón no hubiese sido
aplastada por la antipatria mediatizada y los traidores se habrían
descubierto a tiempo.
Ocultar,
disimular, tapar, encubrir, encerrar, silenciar, callar, son los
verbos preferidos de estos escondedores de riquezas mal habidas,
vulgares carteristas de los pueblos, vendedores de humos de
inversiones malolientes. Es hora de acabar con esta raza de cobardes
asesinos de territorios y habitantes, de aguas y subsuelos, de sueños
y certezas. Es tiempo de correr de nuestras tierras a tantos ladrones
de esperanzas, haciendo que el Escondido se transforme en el símbolo
del final de esta historia malversada, para convertirse en refugio
protector de la Patria recuperada.
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