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Por
Roberto Marra
Representar
es un acto de enorme responsabilidad. El (o lo) representado deposita
en las manos del líder elegido su destino personal, sus necesidades
más imperiosas, sus esperanzas en un desarrollo de acontecimientos
que les permita alcanzar los objetivos que se han trazado en
conjunto. No pretende perfección, pero si lealtad hacia lo convenido
y hacia los ideales que los une. No busca la sumisión absoluta del
representante, ni seguidismo obcecado que impida la adaptación a las
circunstancias que se presenten en el camino de la concreción de los
planes.
Es
cuando afloran quienes parecen destinados a escribir la historia con
sus actos, a plantar mojones que destacan de la llanura de ideas que
suelen ser mayoría. Son hombres y mujeres comunes puestos en
oportunidades que desatan toda su carga de sabiduría y valor, solo
por servir a la causa que los convocó a representarla. Son el
producto inevitable de la conjunción de muchas causas, que terminan
por parir a esos distintos, sin saber aún de lo imprescindible de su
devenir en el tiempo.
Nuestra
historia tiene varios (y varias) de estos personajes que se
convirtieron en paradigmas de los tiempos que les tocó vivir. Desde
los inicios del camino de la búsqueda de la liberación colonial
hasta estos días, siempre han habido de estos paladines reales, no
inventados ni fabricados a medida por nuestros enemigos, sino
auténticos líderes de futuros que ayudaron a construir con sus
propias manos.
Pero
hay uno muy especial, un ser sencillo e inteligente, soñador audaz
en una Patria imberbe, que nos dio algo que resulta ser el fundamento
visual de nuestra pertenencia nacional, el motivo alegórico de las
luchas del pueblo heredero de aquellos tiempos de promesas
iniciáticas. Una ráfaga que sacudió para siempre el corazón de
cada argentino de verdad, un soplo del fresco pampero que envuelve
los fragores de las batallas contra las injusticias.
Belgrano
fue, claro, mucho más que el idealista creador de la bandera. Pero
sintetizó en ella todos sus valores patrióticos, esos que encendían
su audacia infinita mientras se debatía entre las frustraciones de
las traiciones que comenzaron muy temprano en la historia nacional.
Fue el pensador de una Nación que cayó en manos de los peores hijos
de esta tierra, postergando hasta nuestros días una liberación que
casi se pudo tocar en varias ocasiones, siempre troncada por los
herederos de aquellos primeros traidores de dos siglos atrás.
Ahora
estamos ante el mismo enemigo que bombardeó tantas veces las
construcciones populares, disfrazados de falsos Prometeos de pequeños
fueguitos intrascendentes, salvo por la acumulación de maldades
contra el Pueblo. Son los sucesores de quienes intentaban remontar el
Paraná cuando Belgrano instaló las baterías para impedirlo. Portan
otra bandera, la de otro imperialismo, invasor contumaz de las
naciones que intentan sus propios caminos, ladrón de las riquezas
producidas por tierras ajenas, ayudados por lacayos oportunistas que
hacen de “monaguillos” en esas misas diabólicas donde se mata en
nombre de libertades que se niegan.
Nos
queda el valor de aquel increíble soñador sintetizado en el azul y
blanco que conmueve solo a los patriotas de verdad. Nos atraviesan
sus palabras constructoras de esperanzas ciertas, de certezas que se
nos fueron de entre las manos tantas veces. Nos obliga su memoria a
alzar su creación como estandarte, el de todos los auténticos
defensores de los sueños soberanos, para convertirnos, cada uno, en
un Belgrano de estos tiempos, capaces de expulsar para siempre la
oscuridad de los traidores. E iluminar el cielo de la Patria nueva,
con el glorioso sol de nuestra Bandera libertaria.
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