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Por
Roberto Marra
“Hay
que terminar con la pobreza”, repiten políticos y analistas,
periodistas y opinadores televisivos. Es un slogan clásico para los
tiempos electorales lo de la “lucha contra la pobreza”. Los
mismos fabricantes de la miseria hacen alarde de sus “esfuerzos”
para eliminarla, a través de sus delirantes planes de
empobrecimiento que adornan con deseos falsos y propuestas de
imposibles cumplimientos. No hay una sola persona que no asegure que
hay que “erradicarla”, tal como si fuera un extranjero
indeseable, otro estigma natural en estas sociedades deshumanizadas.
En
realidad, la riqueza no es el problema, sino su distribución. Los
ricos son el estigma de la humanidad, el muro de contención del
desarrollo virtuoso, la grieta que delimita las esperanzas de la
dignidad. Son ellos el problema, y su origen genocida, la razón de
su continuidad. Las acumulaciones originarias de semejantes fortunas,
siempre han sido producto del avasallamiento de millones de personas,
que las historias oficiales se han encargado de ocultar para
conveniencia de los poderosos con la perduración de semejantes
ultrajes.
Los
enriquecidos fueron construyendo no solo sus fortunas, sino los
paradigmas que impusieron en las conciencias de los infortunados.
Necesitaron de cómplices entre los mismos empobrecidos, fáciles de
cooptar con prebendas que oficiaron de acicate para sus pretensiones
de defensores de la elite de un Poder al que envidiaban. Ahí se han
ubicado los periodistas genuflexos, los escribas de los explotadores,
los capitanes de un ejército cuyo comando nunca entrega más que
pedacitos de pequeños poderes, suficientes para encarnar en los
miserables que los esgrimirán contra los indeseables (pero
necesarios) explotados.
Los
ricos aplastan con el peso de sus fortunas las dignidades de las
mayorías. Generan esclavos de distintas magnitudes, pero siempre
sometidos. Permiten avances tecnológicos porque saben de los
beneficios para sus arcas sobredimensionadas. Promueven la ciencia,
en tanto método para sostener sus continuidades eternas.
“Democratizan” los gobiernos solo para seguir teniendo la sartén
por el mango. Liberalizan algunas costumbres para satisfacer a las
masas de impávidos consumidores de sus productos. Comercializan la
vida y la muerte con el descaro de la impunidad que los protege.
Abajo,
bien abajo de la sociedad, bulle la pobreza inducida por estos
repugnantes seres que nada tienen de humanos. Se agigantan las
necesidades y se multiplican las desesperanzas. Millones de personas
no logran, aún con sus magnitudes, sentar las bases del cambio real,
de la taba dada vuelta, de la miseria exterminada para siempre.
No
alcanzaron los breves tiempos de bonanzas de gobiernos que intentaron
achicar las brechas, soplos de grandeza humanitaria que crearon
paradigmas honorables para los ninguneados de la historia. No fueron
suficientes los tiempos, porque atropellaron nuevamente los poderosos
dueños del Mundo, atravesaron la sociedad con sus espadas de
miserias y generaron enconos entre hermanos de sufrimientos para
asegurar sus poderíos.
No
hay ninguna otra tarea más importante que encontrar el camino hacia
el fin del enriquecimiento de los ricos. Ese y no otro, es el destino
necesario para terminar con la pobreza. Tarea inmensa que solo pueden
encarar los pueblos con convicciones elaboradas sin oscuros
sectarismos, conducidos por la lealtad de los que no claudicaron
nunca. Y transformando el lógico desprecio hacia los poderosos, en
valentía ante el desafío de cambiarlo todo. De una vez y para
siempre.
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