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Por
Roberto Marra
Hace
más de dos mil años que los estigmas funcionan a la perfección
para que las mayorías crean que alguien es su enemigo. Desde aquel
martirizado en la cruz, hasta nuestros días, nada parece haber
cambiado demasiado, salvo las formas y la sofisticación de los
métodos. Siempre listos para el odio fácil y espontáneo, millones
de ninguneados sociales creen salir de sus cuevas de miserias eternas
para formar parte de un ejército santificado desde paródicas
iglesias que los invitan a tener fe en un dios amañado y falso,
justo a la medida de las necesidades del Poder.
Gracias
a ellos y con tan poco, una figura repulsiva por donde se lo mire, un
escarnio de lo humano, un bruto con iniciativa, un “Bolso-de-nada”,
logra la adhesión de decenas de millones de brasileños que no ven
más allá de sus narices, enceguecidos de odios sin sustentos,
atrapados en la red misteriosa del desprecio a sus propias
necesidades, embrutecidos a fuerza de pantallas restallantes de
mentiras y promesas del fin de los demonios “populistas”.
Y
allí fueron, felices de poner sus dedos en la tecla del facista de
ocasión, en esas sospechosas máquinas de votación que nunca se
sabrá si otros las digitan por detrás. Allí están ahora,
festejando sus propias muertes sociales, sus destinos de miserias más
profundas, el hambre de millones de ignorados, sus propios hijos o
nietos, cuyas voluntades nadie consulta, pero condenan.
Del
otro lado, un temeroso candidato sin historia, un apuro de la
historia, el resultado de la estigmatización mayor al mejor de
todos, termina aplastado por no saber tomar el toro de la realidad
por las astas de la voluntad de cambiarlo todo, de raiz, de extirpar
el cáncer antisocial que envilece los destinos de tantos extraviados
detrás de las oscuras amenazas de muerte real a quienes no se
avengan a sus atroces propuestas de venganzas antipopulares.
Las
medias tintas, como siempre ha sucedido, terminan por perder ante
quienes no andan con rodeos en sus palabras. La brutalidad suele ser
bien vista ante los ojos de quienes solo desean cambiar sus vidas a
través de rápidas venganzas que les provean de las razones que no
tienen, sobre enemigos que no lo son. Pero nada de eso importa,
porque el “pastor” ya les aseguró que su “dios” de
supermercado le anunció el fin de los dolores y el principio del
reinado de la felicidad eterna.
La
vieja costumbre pusilánime termina por enredar a los que pretenden
representar el “progreso”. Los temores de ofender a los poderes
reales, aleja a los candidatos que intentan representar a una
realidad social que no terminan de entender, porque no comprenden las
subjetividades que la componen. Mucho más honestos que los
infamantes generadores de odios fáciles y estigmas sin razones, no
logran cautivar con sus verdades a tantos miopes del pasado y ciegos
del futuro, que prefieren ser parte de la fácil consigna de la
muerte al enemigo fabricado para la ocasión.
Creyendo
que avanzan hacia el paraíso, millones de idiotizados se hunden en
el infierno. Con alabanzas a un Cristo malversado, creen que podrán
ser parte del festín de lo que viene. Naturalizan la muerte de sus
“enemigos” para satisfacer el morbo fabricado para sostener el
poder de quienes les roban cada día sus pequeños sueños y acaban
lentamente con sus horribles vidas.
Nada
importa, porque ninguna otra cosa les ofrecen. O porque no
entendieron a quienes lo hicieron. Tomados de la soga que los conduce
a su cadalso, vivan al títere de ocasión triunfante, que los
ofrecerá como prenda de amor al imperio, que lo sostendrá hasta que
su ciclo miserable llegue a su fin. O hasta que esos millones de
embelesados por la mentira programada, levanten su mirada del suelo
donde se arrastran, para ver a los ojos a la esperanza multiplicada
en la mirada encarcelada de quien carga el noble estigma de ser, como
ellos, Pueblo.
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