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Por
Roberto Marra
La
extorsión es una de las formas que tienen los poderosos grupos
inmobiliarios de imponer criterios en las mayorías, cuando tratan de
lograr adhesión a proyectos constructivos que requieren aprobación
de las instituciones del Estado. Lo suelen hacer aprovechando su
enorme capacidad comunicacional, gracias a los medios “amigos”,
otros de los actores que obtendrán ventajas de concretarse tales
propuestas. Desde allí transmiten las utópicas ventajas que
obtendrán los ciudadanos si sus obras se realizan, “olvidando”
siempre mencionar algunos “detalles”, que no son tales.
El
Concejo Municipal ha sido y es el factor clave a la hora de resolver
permisos para edificaciones de gran volúmen. Su constitución
heterogénea podría hacer pensar que se asegurasen los mayores
beneficios para la población ante cada solicitud de adecuación
reglamentaria para permitirlas. Pero no suele ser así. Salvo
honrosas excepciones, las visiones mercantilistas y de falsos
progresismos han primado, para solaz de los “emprendedores”
inmobiliarios y en detrimento de los habitantes de a pie.
Así
ha vuelto a ser en la propuesta de uno de los grupos constructores
más poderosos de la ciudad, casi un monopolizador de los grandes
proyectos, con su propuesta edilicia sobre el vacío urbano de una de
las manzanas más céntricas de nuestra urbe. Nadie podría negar la
necesidad de terminar con esa gigantesca losa de hormigón, donde
desde hace décadas solo se estacionan autos en su superficie. Pero
la cuestión no es la necesidad, sino su resolución. El problema no
es el por qué, sino el para qué y, sobre todo, el cómo.
Interesados
solo en la maximización de sus beneficios, los privados pretenden
elevar las alturas más de lo normado, para el aprovechamiento de los
altos costos de la tierra en ese sitio. Para lograrlo, para que sus
ganancias asciendan más allá de lo imaginable, no les importan los
costos urbanos ni sociales. En realidad, nunca les importaron, en
ningún emprendimiento. Amontonar superficies es su paradigma y la
fuente de sus enormes riquezas. Es el requisito que imponen a la
ciudad, que se rinde a sus pies a cambio de miserables tasas que se
cobrarán cuando esos edificios estén terminados, casi una limosna
mostrada como todo un logro por los genuflexos que administran
nuestros intereses urbanos.
Muy
lejos de entender el significado de la palabra ciudad, de la palabra
urbe, y mucho menos la definición de desarrollo, estos
falsificadores del urbanismo arremeten contra nuestro futuro con la
voluntad de los que se saben poderosos. Pasean sus mentiras en
reuniones con concejales que, en su mayoría, solo actúan de
abogados defensores de los intereses de sus corporaciones. Relatan y
muestran maquetas que obnubilan a los desprevenidos, asegurando
brillantes prosperidades urbanas, que solo serán las propias.
Así
construyen (vaya paradoja) una idea aceptada con alegría por las
mayorías. Construyen ideas para destruir el concepto de ciudad,
entendida como un ámbito social que requiere mucho más que solo
grandes edificios y calles, para entenderla como tal. Es un lugar
donde el desarrollo se manifiesta no solo por sus construcciones
materiales, sino por la manifestación de una cultura donde el ser
humano sea su centro indiscutido, donde los objetivos y las metas
sean producto de decisiones populares, donde los paradigmas de
crecimiento no nazcan de los intereses espúrios de grupos
concentrados de poder.
Otra
oportunidad se está por tirar a la basura del destino programado por
el Poder. Otra parodia se consuma en la casa de todos los rosarinos,
con la anuencia de muchos pendencieros de la política. Una nueva
batalla se está por perder, una derrota que, encima, tendrá su
monumento mostruoso, que observaremos por décadas como muestra
repugnante de la idiotez colectiva inducida por unos pocos espejitos
de colores de los colonizadores de nuestro territorio ciudadano.
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