Imagen de "ANCAP" |
Por
Roberto Marra
Hay
cosas que pasan, que nunca vemos. Casos que no se reflejan en la
pantalla de diarios trajines falseadores de verdades, que estallan
cada día en lo profundo de nuestro territorio. “Olvidos”
permanentes de la realidad sufriente de los ninguneados de toda la
vida, de los perseguidos por la oscuridad de su piel, de los
castigados por ser pobres, condición que, paradójicamente, enoja
aún más a quienes les provocaron esa pobreza.
Santiago
del Estero es tierra de pocos, como todo el País. Es una extensión
inmensa en manos de un grupo reducido de miserables con fortunas mal
habidas y estancias armadas con robos a los auténticos campesinos.
Los asaltos a los habitantes empobrecidos de los montes son moneda
corriente, apañados por un Poder Judicial que, como siempre, tiene
una balanza fallada y un solo ojo para ver la realidad.
No
se contentan con maniobras leguleyas y actúan como hace más de cien
años, a fuerza de golpes, balas y fuego, consumiendo (literalmente)
las vidas de quienes sobreviven en la hostilidad climática y la
irracionalidad estatal, cómplice escondido detrás de papeles
inventados para desalojar a las familias y aplastar para siempre sus
ya pocas esperanzas de vidas mejores.
La
muerte campea por esos campos. El odio clasista se expresa con la
crudeza que caracteriza a los poderosos. La bonomía natural de los
campesinos no alcanza ni a manifestarse, acallada por el tropel de
oscuros personajes que parecen salidos de alguna película del far
west. La maldad eleva su puntería para acabar con los auténticos
dueños de las tierras, haciendo realidad el llamado de quienes
hablan de acabar con la pobreza a fuerza de hacer desaparecer a los
pobres.
Arrasan,
queman y matan, elucubran papeles falsos y extorsionan a los
genuflexos de la política, rastreros de prosapias feudales que, en
el fondo, gozan con tanta maldad desatada. Son sus pares los que
desalojan a balazos los territorios que necesitan para elevar sus
cuentas bancarias a costa de desmontes y sojización, de destrucción
de los hombres, las mujeres y la naturaleza que los cobijaba. Son sus
iguales los soberbios de látigos acostumbrados a las pieles oscuras
de sus peones, esos cobardes de apellidos “ilustres” y almas
vendidas al diablo.
Pequeños
grupos de campesinos intentan reaccionar ante tanta violencia
desatada. Serán perseguidos y golpeados por las bestias uniformadas
y civiles de costumbres perversas al servicio de los ricachones.
Correrán la misma suerte del que defendía su humilde ranchito,
honrado trabajador de tierras secas y calientes, desahuciado seguro
desde su propio nacimiento por imperio de un imperio que termina con
todas las esperanzas.
No
existe la Justicia por esos lados. A decir verdad, casi por ningún
lado. Simplemente se roba, se apodera, se desaloja y se mata por
voluntad del patrón de la estancia vecina, acumulando territorio
ajeno con escribanos propios y jueces de palenques muy rascados. En
poco tiempo se verá por allí un enorme mar verde, desprovisto de
montes y ranchitos, con olor a venenos fumigados y vigilados con
ejércitos privados.
Es
un destino programado desde las lejanas oficinas de ejecutivos con
anteojeras mentales. Es la razón del abandono acompañado por los
votados con inocencia por los mismos castigados. Es la condición
indispensable para el dominio absoluto de lo que nunca pudo ser de
ellos. Es el final de un camino que conduce a ese nuevo infierno de
llamas verdes, sin ninguna maleza y con todas las maldades.
Nos
queda, simplemente, la esperanza de juntar tanta desgracia en un solo
grito de dolor y voluntad unitaria, que logre terminar con la
injusticia y culminar la obra libertaria de una revolución que nos
espera hace más de doscientos años, para acabar con esa raza de
opulentos inmorales.
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