Imagen de "Milenio" |
Por
Roberto Marra
Si
hay un principio que cualquier defensor de la economía capitalista,
que se precie de tal, esgrime con especial énfasis, es el de la
“competitividad”. No habrá discurso, conferencia, debate
económico, planteo legislativo o discusión mediática en que falte
ese especial término que define, con prístina claridad, la
pertenencia ideológica de quien lo utilice. Su uso se ha extendido
de tal manera, que hasta quienes sostienen banderas ideológicas
opuestas, utilizan semejante palabra, que pareciera tener una
cualidad mágica para resolver todos los problemas económicos de la
sociedad.
Trasladando
la mágica palabra a la dimensión económica y financiera de la
Nación, economistas, funcionarios, industriales, comerciantes,
exportadores, ¡hasta gremialistas!, no cejan en su empeño por
convencernos de la importancia de ser “competitivos” ante el
Mundo, para lo cual pretenden aplicar recetas de “magias”
parecidas, donde el valor del trabajo se reduce a lo que los
poderosos necesitan para elevar sus cuentas bancarias.
“Tenemos
que ser competitivos”, espetan en cuanto reportaje se les haga.
“Hay que bajar los costos para poder competir”, insisten. “Y el
trabajo es un costo más”, diría el personaje simpsoniano que
habita por estos tiempos la Rosada. Se presentan proyectos de leyes
que pretenden asegurar futuros éxitos por la competitividad ante el
Mundo, reduciendo la vida de trabajadores y jubilados a meros actos
de subsistencia, lo cual, sostienen con descaro, será la llave para
ganar ante los países rivales, donde similares conceptos también
son utilizados para someter a sus propias sociedades.
Gracias
a impulsar la porfía competidora, se pretende asegurar que habrá
una profusa llegada de capitales inversores, dispuestos a poner a
nuestro servicio (en realidad, al servicio de los que mandan,
solamente) todo su conocimiento y empeño para hacer crecer la
producción y el consumo, la industria y el comercio, el trabajo y el
desarrollo. Un cuento de hadas sin final feliz, donde ganan las
brujas y los sapos nunca se convierten en príncipes.
Detrás
de esa oscura palabra, se esconde mucho del mal que nos aqueja.
Envuelto en un manto de mentiras y falsas definiciones, transita por
nuestra sociedad esa idea perniciosa y voraz, que todo lo subsume en
una batalla permanente por la preeminencia meritocrática,
postergando para siempre los valores éticos, solo para lograr
supuestos triunfos pírricos, donde el final será, simplemente, el
principio de otra frustración.
Es
imprescindible generar otros fundamentos para modificar la historia
social de nuestra Patria. O volver a aquellos que se abandonaron por
correr detrás de los oropeles fantasiosos de sociedades construídas
a base de la expoliación a otros pueblos. Tal vez la palabra
“competitividad” debiera cambiarse por “complementariedad”,
una búsqueda honesta de solidaridad entre naciones que nunca lo
tienen todo, porque siempre necesitan de otras.
Hacia
allí habrá que conducir nuevamente este carro de zapallos
desacomodados, convencidos que competir entre iguales solo produce
semillas de odios sin sentido y miserias de finales tan dramáticos,
que dejan una huella dolorosa por donde avanzan los colonialistas de
las conciencias (y de las naciones). Ellos son los verdaderos
competidores de nuestro Pueblo. Y contra ellos será la batalla final
por la libertad y la justicia social.
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