Imagen de "Defensor de la Igualdad" |
Por
Roberto Marra
Comer,
ese acto tan natural y básico, tan inevitable como respirar, se ha
convertido, desde hace demasiado tiempo en el Mundo, en privilegio de
los incluídos en el sistema que impera en la mayor parte del
Planeta. Sobran personas, molestan sus existencias al Poder, enojan a
los viles empresarios de fortunas inimaginables, sublevan a los
virreyes que atienden solo las órdenes del imperio dominante. Parias
entre parias, millones de miserabilizados transitan su escaso tiempo
de vida entre desaires, abandonos, desprecios y tormentos.
Soberbios
personajes de pequeñísimas capacidades mentales, manejan a su
antojo los destinos de estos pobres de toda pobreza, conduciéndolos
a su desaparición física, la “solución final” que, con descaro
hipócrita, critican de tiempos nazis. Por la cornisa de un
precipicio que se les anuncia como su único destino cuando nacen, se
arrastran mendigando un día más de supervivencia, una oportunidad
más para seguir respirando el aire viciado del asqueroso olor a
opulencia descontrolada.
Son
la “raza inferior” creada por el sistema que todo lo puede, menos
evitar su degradación moral. Son los sub-humanos, especie destinada
a la muerte temprana y el yugo permanente, a la infamia del uso
descartable de sus capacidades disminuídas por el hambre, a la
pauperización segura de sus descendientes, alejados de cualquier
atisbo de salud y educación que gozan los que (todavía) permanecen
dentro de la muchedumbre que sacia su apetito a diario.
No
es producto de la casualidad la generación de sub-humanos. No es el
resultado del olvido de Dios ni de una pandemia sin antídotos. Es el
final que necesita el sistema capitalista, la razón de su
existencia, su orígen imprescindible para elevar al máximo las
ganancias de los opresores de esta humanidad.
Son
hombres y mujeres “de diseño”, seres descartables como guantes
de plástico, mano de obra de uso ilimitado y probabilidades nulas de
vidas sanas. Son madeja de hilos que se cortan cuando ya no son
útiles, se aplastan y se tiran a las fosas comunes y tempranas que
les esperan apenas nacen. Necesarios hasta sus últimos suspiros, se
reemplazan por la siguiente tanda de oprimidos, para repetir los
ciclos del oprobio y la desdicha asegurada.
Se
pretenden eternos los poderosos. Hasta creen sus propias infamias
generadoras de la sub-humanización. Se piensan laboriosos salvadores
de patrias que no son tales y naciones que representan solo a sus
amos imperiales. Suponen permanentes y obligados los martirios que
subsumen a las mayorías en oscuros padeceres sin destino.
Cuentan
con todas las armas y les acompañan todos los traidores. Desarrollan
sus influencias con la base mediática que ostenta privilegios
comunicacionales que nadie puede alcanzar. Predisponen a las masas
con odios a los ninguneados sectores del descarte, transformando a la
sociedad en coto de caza de indigentes, ámbito propicio para soltar
todo el arsenal de desprecios fabricados (por los mismos poderosos)
para dar el paso hacia el precipicio de la decadencia moral, el final
del sentido mismo de la palabra humanidad.
Nos
queda la ilusión, la sana utopía esperanzadora, de pensar que el
gérmen de la autenticidad humanitaria todavía anida en las almas de
muchos que aún no han caído al oscuro piso del envilecimiento
ético. Necesitamos aferrarnos a la tabla salvadora de la solidaridad
convertida en rebelión, en pensamiento y acción transformadora, en
oídos atentos a los llantos cercanos y lejanos de los que sufren,
para construir un Mundo habitado por iguales. Y terminar arrojando a
la más profunda tumba de la historia, a los perversos fabricantes de
tanta deshonra de lo humano.
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