Imagen de "Canal Abierto" |
Por
Roberto Marra
El
uso mediático de algunas palabras termina por lavar sus
significados, esterilizar sus etimologías, menoscabar sus
importancias. Es el caso de la palabra corrupción, que aparece
mencionada cada día, a cada hora, en cuanto “informe”
político-periodístico se propague por los “mentimedios” masivos
de (in)comunicación.
Ocupados
entonces en esas ambiciones denostantes de líderes populares y
patriotas consecuentes con sus ideas, “olvidan” las otras
corrupciones, las reales, las que dañan sin necesidad de difundirse,
las que forman parte del arsenal de las oligarquías para mantener
sus supremacías y elevar sus ya obscenas fortunas.
El
hambre, esa es la máxima corrupción de los corruptores maléficos,
que se valen de ella para aplastar al descarte de la sociedad,
matando sin necesidad de armas, ocultando bajo la alfombra del
abandono a los descartables del sistema, a los que nacen sin otro
destino que los padecimientos infinitos que acabarán muy temprano
con sus vidas.
Los
corruptos y sus voceros mediáticos tendrán el absurdo “coraje”
de mostrarnos, cada tanto, escenas de hambrientos africanos,
famélicos de países lejanos, abandonados de lares desconocidos que
les sirven para mostrar preocupaciones que no tienen y morales que
jamás supieron entender. Hasta recaudarán fondos para combatir el
hambre de aquellos abandonados, que creerán sus salvoconductos para
la vida eterna junto a un Dios que se inventan a medida.
Pero
el hambre está acá a la vuelta, detrás de cualquier esquina, bajo
aleros que hacen las veces de cobijos vergonzantes para una sociedad
que mira para otro lado, creyendo transcurrir mejores vidas, mientras
se acercan aceleradamente a sus iguales perdidos en la miseria. El
abandono está allí, la corrupción más profunda e hiriente se
manifiesta en esos seres despreciados, el dolor más desvastador se
muestra con ellos, las caras ocultas de los mensajes de prosperidades
de los corruptos que nos gobiernan.
Es
el producto inescrupuloso de los poderosos y la razón profunda de la
degradación moral de la sociedad en su conjunto. Es el resultado de
la desidia de muchos parlanchines de politiquerías intrascendentes y
vacuas, denostadores de bares y colas bancarias, arregladores del
Mundo de palabreríos fáciles y acciones nulas, de odiadores sin más
fundamentos que sus deseos de pertenencias clasistas imposibles.
Pero
los hambrientos son también el reservorio de nuestras culpas, los
olvidos de nuestras responsabilidades, las negaciones de las
realidades que nos estallan a cada instante con resplandores oscuros
de miserias que no queremos admitir, en vano, para no contagiarnos de
sus padeceres.
Luchar
contra la corrupción exige acabar con el hambre. Deberá hacerse,
además de proveyendo con urgencia de alimentos a los desarrapados,
además de brindarles la protección que les corresponde por el solo
hecho de ser humanos, empoderándolos, alimentando también sus
discernimientos mutilados, otorgándoles algo más que mendrugos a
sus estómagos reducidos.
Esa
es la lucha contra la corrupción que nunca harán factible los que
se llenan las bocas con esa palabra que ni siquiera comprenden. Esa
es la razón que debiera impulsar con mayor claridad el logro de esa
cacareada unidad que nunca llega, que tanto se especula y tanto se
posterga. Y será el comienzo real del fin del hambre corruptor de
cuerpos desvalidos y de tantas conciencias alimentadas con mentiras.
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