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Por
Roberto Marra
Quien
más, quien menos, la mayoría de los dirigentes empresariales se
manejan con la hipocresía como elemento constitutivo de sus
discursos. Sus declaraciones siempre están teñidas con esa base
falaz que pretende hacer ver grados de comprensión de los
padecimientos de los trabajadores, cuando se realizan encuentros
destinados a solucionar conflictos o elaborar políticas que tengan
que ver con reclamos gremiales.
Resulta
obvio que esto se da en los dirigentes de las grandes empresas,
porque la relación de los pequeños industriales y comerciantes con
sus empleados pocas veces necesita de tales hipocresías para sus
conflictos de intereses, que resultan no tan distantes por los
orígenes sociales de ambas partes.
Sin
embargo, muchas veces más que lo deseado, algunos de estos pequeños
empresarios suelen asumirse como integrantes de aquella elite de
mandamases poderosos, tratando (tal vez) de “contagiarse” de las
opulencias de ellos a costa de alejarse del trato basado en el
respeto a la lógica de la equidad con sus trabajadores. Adoptan
gestos y palabras que no les son propias ni representativas de sus
reales capacidades económicas, pero que satisfacen sus pretenciones
de pequeños oligarcas subdesarrollados.
La
contraparte laboral, los asalariados, no escapan tampoco a esa
tendencia de pretenderse más de lo que son, de tratar de elevar sus
rangos sociales en base a mentirse sus propias pertenencias de clase.
Es que no resulta sencillo escapar de los supuestos “valores”
idealizados como virtuosos, gracias a un sistema propagandístico
mediático que impone sentidos y anula la realidad.
En
el mundo gremial, sobran los ejemplos de dirigentes que resultan
aliados permanentes de los intereses de los patrones antes que de sus
representados, merced a las prebendas obtenidas desde los poderosos
empresarios que, por su lógica especulativa y voraz, prefieren pagar
lacayos que les mantengan alejado el peligro de rebeliones
perjudiciales para sus pantagruélicos beneficios.
Con
todos estos antecedentes y relaciones entre sectores sociales de
obvios intereses opuestos, no resulta extraño que el supra-poder,
ese que oficia de “agujero negro” de la economía de nuestro País
y que, con el gobierno en sus manos, está provocando la mayor
debacle económica y financiera de nuestra historia, se aproveche de
tales características de la sociedad y de los integrantes del sector
productivo, para profundizar esas divisiones y antagonismos,
pretendiendo alejar con ello el final que se vislumbra inexorable.
Dividir
es el verbo preferido de cualquier poderoso encaramado en cargos
dirigenciales. Desarmar pertenencias sociales es la base para alejar
a los explotados de sus necesarias rebeliones. Anular entendimientos
de los pequeños empresarios de sus reales capacidades económicas,
es el método que les permite disolver la lógica de la colaboración
mutua con sus empleados. Beneficiar a las grandes corporaciones (de
la que, encima, forman parte) es el paso imprescindible para sostener
la inequidad que conviene a sus rentabilidades.
No
queda otro camino que barajar y dar de nuevo. Imposible pretender
modificar las condiciones de los empobrecidos sin hacerlo con la
base social que lo promueve. Ridículo intentar alternativas que no
inviertan el sentido de acumulación y distribución desigual de la
riqueza, que ofende la condición humana de las mayorías. Fatal
sería no convocar a la comprensión de esta realidad miserable con
el primordial objetivo de hacerla añicos, destrozando la fantasía
idiota de pretender ser lo que no se puede ni se debe. Ofensivo con
tantos sacrificados que ofrendaron sus vidas en el pasado, sería no
intentar construir una Nación donde la Justicia Social deje de ser
tan solo una utopía.
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