Por
Roberto Marra
La
oligarquía argentina, nacida al calor del exterminio indígena, la
usurpación de sus tierras y la apropiación, ya bicentenaria, de las
riquezas que de ellas emanan, siempre ha dado muestras de un
particular desprecio por el resto de la sociedad. Asumida como la
clase superior, fue y sigue siendo quien formatea las decisiones
políticas, económicas y judiciales, imprescindible combo que les
otorga su propia seguridad jurídica, devenida inseguridad de vida
para las mayorías populares.
Parte
de sus arquetipos fue el hombre de campo, ese gaucho sometido, solo
una sombra de aquel hombre libertario que describiera con especial
precisión José Hernández. Creídos parte de esa “raza”
campestre, fueron arrastrados a ser simples peones empobrecidos hasta
la indigencia, pero siempre respetuosos del poderoso “caballero”
que les proveía algún mendrugo a cambio de las tareas más rudas.
Con
esa base, sus costumbres fueron adquiriendo fama y consideración
especial por gran parte de la sociedad, que terminó creyendo en la
honesta condición de sus fortunas, admirando sus poderíos y
alabando sus méritos para obtenerlas. Nadie dudaría, entre los
sectores más proclives a sentirse parte de esa oligarquía, de sus
honradas intenciones y de sus palabras de “gauchos” de impolutas
purezas raciales.
Sin
embargo, cada tanto se descubren algunas muestras de sus verdaderas
caras. Son solo la punta del iceberg de sus abusos permanentes, pero
permiten observar la verdadera calaña de sus integrantes y de sus
inmediatos serviles. Como el caso del descubrimiento del robo de
energía eléctrica en un club de polo, deporte de élite si los hay,
muestrario de apellidos de prosapias no tan limpias como sus botas
lustradas.
No
se trataba solo de una conexión clandestina más. Tras ella, pudo
comprobarse las condiciones en que mantenían a sus caballos, que
gozaban hasta de aire acondicionado en sus caballerizas con energía
de costo cero. Sí, esa misma que cualquier mortal de esta Argentina
pauperizada debe pagar a precio dolarizado, estos custodios de la
historia y la ética “guachesca” la obtenían con conexiones tan
clandestinas como sus cuentas en guaridas fiscales.
Acostumbrados
a tener lo que desean por el solo hecho de su poder económico, a
sojuzgar a sus peones y avasallar cuanta ley se les interponga en su
derrotero de apropiaciones, no dudan en hacer lo prohibido, sabedores
que no será fácil conseguir jueces que los puedan condenar, la
mayor parte de los cuales provienen de sus mismos “ilustres”
apellidos.
No
cambiará la generosa concepción que gran parte de la sociedad tiene
de esta runfla de arrogantes. Se justificará su accionar, soñando
con imitarlos en sus modos fraudulentos y admirando su “talento”
bandido. Aplaudirán sus “picarescas” maneras de esquivar la
legalidad, sueño elemental de quien se precie de ser un auténtico
“medio pelo”. Lo cual indica, para sus desgracias, que ni
siquiera llegan a la “altura racial” ni a la consideración del
status de los caballos de polo de esos ladrones de energía, que son,
aquellos sí, de un solo y genuino pelo.
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