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Por
Roberto Marra
Si
alguien piensa que al sistema judicial le interesan las personas que
pasan por él, solo será por voluntad de creer, nunca por la
demostración de tal realidad. Se trata de un aparato burocrático
donde se despliegan todas las acciones denigrantes que puedan
imaginarse sobre los individuos que tienen la desgracia de caer bajo
su manto de desprecio, las degradaciones más obscenas de sus
condiciones y derechos humanos. Un ámbito donde la verdad adquiere
las dimensiones que desean los jueces y fiscales, muy alejadas de las
demostraciones con pruebas y las declaraciones de los testigos de los
hechos.
A
ese Poder acudimos cuando se nos afecta algún derecho. A esos
tribunales llegamos con ilusiones de justicia, valor que entendemos
superior e inalienable, el fin último de una sociedad de iguales.
Pero allí chocamos contra ese muro infranqueable que separa el mundo
real de la ficción judiciable que habita esos mamotretos edificados
con las formas características de la opresión. También la
arquitectura juega su papel en la manifestación de poder, de
superioridades impuestas con el temor de lo gigantesco y pesado, tan
oscuro como sus archivos de expedientes.
Pululan
por esos edificios abogados y abogadas, yendo y viniendo entre
juzgados, presentando y retirando expedientes, manejando con cierta
liviandad el objeto último de sus presencias en el lugar: hacer
justicia. Claro que no se trata de la totalidad de ellos, pero sí de
una parte importante. Y es que el mismo sistema predispone a estos
manejos casi autómatas, simples actos morosos, de lentitudes
insoportables y hasta menosprecios por sus defendidos.
Se
reproducen, al interior de esos tribunales, las características que
se manifiestan hacia afuera. También los empleados soportan las
actitudes de los “señores feudales” que ofician de jueces y
fiscales, patrones del oprobio, mandamases del despotismo y
ejecutores de sentencias con pocas pruebas y muchas ganas de
sancionar a los “pobres diablos” que caen bajo sus garras.
Imposible
que no haya injusticias en semejantes lugares. Difícil que no se
produzcan dramáticos casos de “errores” que deriven en
encarcelados por años sin sentencias firmes, en prisiones
preventivas sin límites temporales, en “suicidios” derivados de
las torturas siempre invisibilizadas de la pata ejecutora de
sentencias, el sistema carcelario. Inverosímil que se pretenda
seguridad jurídica con la presencia y el accionar cuasi mafioso de
algunos jueces que practican el oficio del ocultamiento y la falacia
como nadie.
Cambiar
semejante estado de cosas resultará más que arduo. Pero su
necesidad supera toda improbabilidad. Su continuidad hará fracasar
cualquier intento de transformar la sociedad. Terminar con tanto
ultraje a la razón, tanta injuria a la moral, será el paso decisivo
para erradicar el mal de la mentira organizada para sostener una
oligarquía judicial que no cejó nunca en su empeño por parecer
inmaculado, barriendo bajo la alfombra de sus “palacios de
injusticias”, la sangre de los condenados por sus orígenes
sociales o sus posturas ideológicas.
Puede
que así comience otro accionar de la justicia, transparente,
auténticamente defensora de los derechos individuales y sociales,
garantía de la imparcialidad y de la honra de acusados y víctimas.
Una Justicia, ahora sí con mayúscula, que ya no tenga entre sus
ejecutores a simples representantes de corporaciones y pretendidos
seres superiores, sino a hombres y mujeres que sean capaces de dictar
sentencias a sus iguales, con la razón de la ley en una mano y el
corazón de la ecuanimidad, en la otra.
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