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Por
Roberto Marra
Todos
sabemos que la televisión no es un dechado de virtudes
comunicacionales. Que en sus formas y sus mensajes, la ética hace
mucho que pasó a mejor vida. Que se renuevan las escenografías o
las caras, pero muy poco su contenido. Que se repiten a diario las
taras adquiridas desde hace mucho tiempo, destinadas a hacer de los
televidentes simples mirones sin capacidad de análisis. Todo parece
conducido hacia el atontamiento generalizado, la búsqueda de
pasiones sin razones que las sustenten, la esterilidad absoluta de
sus informes y crónicas, vacías de ideas.
Noticieros
convertidos en concursos de especuladores, movileros hablando sin
sentido alguno delante de sedes de clubes cerrados, conductores y
conductoras llenando los tiempos con palabrerío intrascendente,
entrevistas a personajes de supuestas condiciones analíticas,
sencillos aventureros de las palabras, encima, mal utilizadas. Una
“cobertura” (nunca mejor utilizada esta expresión) a la medida
de las necesidades distractivas de los poderosos, comandados por el
peor de ellos que, por estos tiempos, oficia de presidente de la
Nación.
Cualquiera
que, en la creencia de que se podría encontrar con algo de
periodismo de la realidad, buscara insistentemente entre los canales,
encontraría que todos se habían convertido en cadena nacional. Sí,
esa misma que odiaban cuando se comunicaban hechos trascendentes,
inauguraciones de fábricas, de centrales eléctricas, de
lanzamientos de satélites y otras minucias que el actual
(des)gobierno, por suerte (para el imperio), ha dejado de lado.
Alertas,
pantallas rojas, últimos momentos y otras formas llamativas de
atosigar a los atribulados televidentes, se suceden sin que parezcan
tener posibilidad de fin alguno, como no sea el del partido en
cuestión. Peor aún, porque se trata de dos partidos, con lo cual
está asegurada la estupidez por varios días y semanas.
No
resulta demasiado extraño este accionar televisivo. Hace mucho que
este extraordinario medio de comunicación ha sido cooptado por
quienes nos dominan, para acentuar y profundizar su poderío sobre la
población. Las imágenes y las palabras acompañan casi de continuo
a las familias, acostumbradas a la letanía perniciosa de los
“comunicadores”, especie dedicada a la confusión diaria y la
regresión al estado prenatal de los cerebros.
Convertida
en invitada permanente de comedores, cocinas, dormitorios y salas de
estar, no pide permiso para instalar ideas y transformar, casi sin
que nos demos cuenta, nuestra cultura. En los bares y restaurantes
también están, casi en silencio, con sus significativos “zocalos”
formadores de opiniones sin sentido crítico alguno, fijaciones de
realidades inventadas para comprimir mentes obnubiladas y cerrar el
camino al libre pensamiento.
Con
ese sucio repertorio, adornado cada cierto tiempo con estos eventos
extraordinarios, se ha convertido, semejante prodigio tecnológico,
en resúmen pérfido de los objetivos del Poder. Como “santas
palabras”, todo lo que se vea y se escuche por ella será certeza
absoluta. Nada ni nadie podrá contradecirla, porque se habrá
instalado subliminalmente el mensaje “portentoso” y perverso del
dominador. Y el inocente televidente terminará convencido, que esa
es la única verdad, porque “lo dijo la tele”.
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