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Por
Roberto Marra
El
ser humano atraviesa siempre por miedos. Forma parte de la evolución
de la vida personal y social de los individuos. El grado de
afectación dependerá de la capacidad personal para enfrentarlos,
pero también de la importancia y de la repetición de los hechos que
los provocan. Sabedores de estas condiciones inherentes a las
personas y los grupos, los poderosos utilizan el miedo como una de
sus más efectivas armas disuasorias de las previsibles rebeliones
sociales frente a lo injusto o lo inmoral de sus actos.
Las
vallas, las armas, los trajes protectores de las fuerzas de
“seguridad”, actúan ya como el primer nivel de ese miedo
imprescindible para frenar el ímpetu rebelde y transgresor de las
pautas establecidas por ellos mismos. Los gases, los palos y los
disparos son su continuidad temporal, con ahogos insoportables,
golpes y balazos de goma... o de los otros.
Pero
existe otro tipo de miedos, que no necesitan de armas visibles ni de
esos “robocops” del subdesarrollo que las porten. Son las falsías
lanzadas al aire televisivo y el éter radial, también controlado
por ellos. Son perjurios de fiscales de pantallas y jueces de
instancias diabólicas, perforando las conciencias oscurecidas de los
atribulados espectadores, para generar el imprescindible terror que
los inmovilice y les dé el carácter de simples marionetas de los
patanes que ofician de gerentes de las obscenidades transmitidas.
El
temor económico es la otra pata para acabar con cualquier
“indisciplina” popular. El ahogo salarial y la desocupación
masiva forjan el miedo a la derrota final, al despojo del único
sostén que les permita continuar con la miserable sobrevida que se
les admite a los sojuzgados.
Con
esas sencillas acciones, millones de empobrecidos preferirán seguir
siéndolos, a emprender el que debiera ser el obvio camino de la
rebelión. Priorizarán apostar a la salvación individual, uno de
los recursos utilizados por los poderosos para desbandar oposiciones
y resolver a su favor las afrentas a la dignidad de los
aterrorizados. Bajarán nuevamente sus cabezas ante los “amos”,
en busca de un milagro que los eleve en la pirámide social, cada vez
más aplastada. Mientras, los pocos amotinados ante tanta procacidad,
serán convenientemente castigados, arrojados a las mazmorras
reservadas para opositores indoblegables y políticos insobornables.
Ahí
están, entonces, con sus fábulas terroristas, con sus infantiles
ataques con bombas de pollos y sábanas, con las amenazas directas de
una beoda que no comprende ni siquiera su propio accionar,
profiriendo patrañas sin otro sentido que sembrar el necesario miedo
aniquilador del pensamiento libre. La burla a la Ley es constante,
asegurados como están por sus amigos judiciales, otros mendaces
tripulantes de ese sucio navío de la destrucción nacional.
Pero
no existe la eternidad para semejantes indignidades. No puede haber
perpetuidad para tanta aberración moral, para tan alto grado de
desprecio humano. No debe admitirse la inmortalidad de una sociedad
de falsas libertades e ilimitadas degradaciones sociales. Más
temprano que tarde, habrá de aflorar la virtuosa insubordinación
del Pueblo concientizado, atravesando los muros de los temores y
postergando, ojalá que para siempre, a los asesinos de sus derechos,
los perversos fabricantes de los miedos carceleros de sus voluntades.
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