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Algunos tornean piezas complicadas, con las que después se
realizarán aparatos que creemos que funcionan porque sí. Otros soldarán piezas
de metal para armar los repuestos para nuestros autos. Estarán quienes quemarán
sus manos con el cemento para levantar paredes y hormigones que cobijarán a nuestras
familias. Muchos trabajarán con elementos tan pequeños que solo verán con
enormes lupas, para asegurar que podamos comunicarnos cada vez mejor. Ellas
serán mayoría en la confección de las prendas que luciremos con vanidad. Ellos
soportarán horas al volante para traernos los alimentos diarios. O arreglarán
durmientes para brindarnos una llegada segura.
Son casi invisibles, a pesar que los vemos cada día. Están
ahí todo el tiempo, imprescindibles, pero borrados de la realidad, contada siempre
como si todo se produjera por arte de magia. Nos atraviesan las bicicletas y
las motos en las avenidas, sin reparar en los insultos que les propinamos, apurados
por llegar para no perder el presentismo. Los vemos roncando en los colectivos
al regresar a casa, dominados por un cansancio de años en sus espaldas.
Los obreros están ahí, solucionando todo y construyendo lo
que hace falta, llevando y trayendo, produciendo y levantando. Son la tuerca
que no puede faltar, el cable que no debe fallar, la pala que no suele
descansar. Pero un día se cansan. Demasiada demanda acumulada para tan poca recompensa,
para que unos pocos se vanaglorien con éxitos logrados a costa de sus
sacrificios.
Es cuando se paran frente a las fábricas, demandando salarios
y dignidades negadas por siempre. Y es cuando se enojan quienes viven gracias a
los esfuerzos de estos laburantes a quienes llaman vagos, por no considerarlos
dignos de ser humanos. Y es cuando energúmenos con autos comprados con el sudor
de esos odiados grasientos, saltan de ira por perder algunos minutos de sus
inútiles vidas dedicadas a mirarse el ombligo de falsas opulencias.
Nos cortan una calle, pero nos abren la esperanza. Nos
encierran en un piquete, pero construyen el camino hacia otra avenida, una muy
ancha, donde cabemos todos quienes sentimos la solidaridad como parte natural
de nuestras vidas. Atrás quedarán los eternos odiadores seriales, retorciéndose
de broncas y desprecios insustanciales, clamando por “seguridades” a base de
palos y gases para apagar fuegos que, no comprenden que no salen de las barricadas,
sino de las conciencias liberadas.
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