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Nos
hacen creer que todo lo que nos sucede, individual y colectivamente,
depende de nuestra exclusiva responsabilidad, donde los factores
externos derivados de las políticas económicas, sociales y
culturales nada tienen que ver con los resultados que obtenemos.
Esta
meritocracia que tanto se pondera desde el sistema neoliberal, se
apodera de los sentimientos de cada uno, profundizando el
individualismo acérrimo que se fija como paradigma de la vida de los
millones de sometidos, que no logran enterarse nunca que lo son y
hasta se sienten parte del mismo poder que los sojuzga.
Aparecen
entonces las conductas de odios hacia quienes siempre, por su
debilidad social, son blanco predilecto de los ataques del Poder,
señalados como los culpables de todo lo que no logremos, a pesar de
nuestros caros esfuerzos meritocráticos.
Cuando
nos aumentan la energía eléctrica, los culpables no serán las
insaciables corporaciones que dominan la generación y el
abastecimiento, sino los pobres que conectan sus estufas eléctricas
sin medidores. Cuando falte presión de agua, los culpables serán
otra vez los mismos miserables que se conectan clandestinamente y no
la compañía que no invirtió nunca lo debido para asegurarnos esa
presión a todos. Cuando se asegura que la razón de las bajas
jubilaciones depende de que se hayan jubilado a más personas, se
asumen supuestos méritos derivados de “haber trabajado 40 años”,
frase repetida hasta el hartazgo por los engreídos miembros de una
sub-clase cuya moral es tan etérea como sus fundamentos.
Es
fácil hablar de la libertad como un derecho cuando, en realidad, no
se comprende la íntima relación con el derecho a la igualdad de
oportunidades, para alcanzar la dimensión que le corresponde.
Es
esa igualdad la que se vulnera con cada estigmatización de los
débiles de la sociedad, a quienes otros sometidos someten,
transformándose en parte de un ejército de esclavos de un amo
invisible pero poderoso, cerrando el círculo perverso de la
dominación de los verdaderos causantes de la degradación humana.
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