Hace mucho, mucho tiempo, existió un programa televisivo
llamado “La feria de la alegría”. Todos los domingos, quienes participaban y
quienes miraban, relegaban sus dramas cotidianos con entretenimientos tan elementales
como efectivos e inocentes. No fue el primero ni el último, pero quedó en el
imaginario popular como referencia de aquello que marcaba una forma de pasar
las horas de ocio y olvido de la realidad.
No existía entonces la maquiavélica maquinaria productora de
estupidización colectiva de la que hoy podemos “gozar”, con especialistas en la
materia al servicio del Poder, arrastrando con banalidades a millones de incautos
que prefieren blanquear sus cerebros antes que pensar por sus propios medios.
Con diversos formatos, pero los mismos objetivos, se repiten hasta el hastío programas televisivos con energúmenos conductores con menos capacidad intelectual que ratas, pero con igual rapidez para moverse entre la verdad, a la que siempre logran esquivar, para fijar las opiniones de los primates que ofician de “panelistas”, como revelaciones divinas, imposibles de contradecir.
Con diversos formatos, pero los mismos objetivos, se repiten hasta el hastío programas televisivos con energúmenos conductores con menos capacidad intelectual que ratas, pero con igual rapidez para moverse entre la verdad, a la que siempre logran esquivar, para fijar las opiniones de los primates que ofician de “panelistas”, como revelaciones divinas, imposibles de contradecir.
Convencidos de esas “verdades”, que jamás habrán de contrastar
con la realidad o comparar con otras, los ¿ingenuos? televidentes saldrán a la
calle a repetir semejantes aseveraciones, sostenidas con fervores emanados de
odios incontrolables introducidos por esa maquinaria del displacer, fabricante
de la imprescindible cultura de la irracionalidad.
Quienes no adhieran a esas disparatadas afirmaciones, habrán
de ser agredidos con epítetos degradantes, con menosprecio absoluto por sus
opiniones, las que no podrán expresar jamás en esos programas, a menos que
acepte formar parte de esa troupe de payasescos personajes, para elevar así el
rating con riñas tan desiguales como necias.
La “rueda de la fortuna” formaba parte de aquella Feria de
la alegría. La ilusión circular de ganar un sencillo premio mantenía atenta a
la teleaudiencia, que instintivamente se alegraba cuando los participantes lo
lograban. En la sociedad trastocada de hoy en día, donde la solidaridad es solo
un recuerdo, la única alegría televisiva consiste en ver perder a las mayorías.
Creen tal vez, esos obnubilados televidentes, estar a salvo
del admirado monstruo del Poder que alimenta sus odios irracionales que, más
temprano que tarde, destruirá sus ilusiones de pertenecer a un mundo que ha reservado,
desde siempre, para su exclusivo dominio.
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