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Cuando empiezan las campañas electorales, comienza el festival
de los carteles. De tamaños cada vez más grandes, las sonrisas impostadas, las
miradas estudiadas y los saludos sin destino de los candidatos se convierten en
la compañía diaria y permanente en nuestro tránsito por las calles. Una frase pensada
para impactar completa casi siempre el diseño, tratando de resumir un
pensamiento o una idea sobre la futura gestión del postulado.
Es una buena y legítima forma de poner en conocimiento a los
ciudadanos de las características y condiciones de los aspirantes a los cargos.
Es un método eficaz para hacernos recordar los rostros concretos de la
política. Su presencia permanecerá mucho más que el instante fugaz de nuestra visión
del cartel, asegurando su recuerdo por efecto de la repetición y la permanencia
en la vía pública.
El problema es que los aspirantes con mayores presupuestos,
tendrán asegurados los mejores lugares de exposición, los tamaños más grandes y
los mensajes más estudiados para impactar positivamente en el electorado. Y si
el presupuesto para carteles es muy grande, seguro que lo acompaña otro mayor
para la publicidad televisiva, donde se prodigan los candidatos en abrazos y
besos a los pobres, niños y jubilados, objetos preferidos de sus mensajes proselitistas,
aunque no lo sean después para sus gestiones.
Todo resulta una gran obscenidad publicitaria. Inmensas
cantidades de dinero, invertidas para convencer al votante, mientras se habla
de pobreza e indigencia. Millones desparramados en agencias publicitarias y productoras
de encuestas, asegurarán el predomino callejero de muy pocos y el relegamiento
de muchos ignotos pero dignos candidatos que, de conocerlos mejor la población,
tal vez serían muy otros los resultados. Ocultarnos la existencia de quienes no
disponen de esa maquinaria propagandística, les permitirá eliminar la
competencia de los mejores por capacidades y convicciones.
La injusticia social se repite también en los carteles. La
demostración de poder repite la expresada en la realidad cotidiana por los
mismos de siempre. Y las sospechas (justas o no) sobre lo espurio del origen
del dinero utilizado, sobrevuelan las campañas opulentas.
Quedarse atrapados en esas desconfianzas, negar la política
como herramienta insustituible para modificar la realidad dolorosa que ayudamos
a devenir, también son los objetivos de quienes, en verdad, manejan nuestras
conciencias.
Trabajando a dos puntas, invirtiendo millones en los
obscenos carteles y desprestigiando la política, se asegurarán así la
continuidad de sus poderes y el sometimiento de los millones de embobados por
las cautivantes sonrisas de los candidatos de cartón.
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