El ciberfetichismo -un subproducto de la concepción mercantil del
vínculo social- es la ficción de que las tecnologías de la comunicación y
los conocimientos asociados tienen un sentido neutro al margen de su
contexto social, institucional o político. De ese fetichismo provienen
muchos de los errores recientes en los medios, por ejemplo al
caracterizar revueltas políticas dentro de categorías espúreas como
ciber o twitter-revoluciones.
Hoy, en cambio, la tecnología es una infalible depuradora ideológica.
Según un dogma muy difundido, vivimos en sociedades del conocimiento.
Muchas personas inteligentes parecen convencidas de que enviar fotos con
un teléfono móvil implica un salto evolutivo crucial, mientras que
plantar maíz con una azada de madera es una tarea al alcance de un simio
subnormal. En realidad, la parte importante de la expresión “sociedad
del conocimiento” es “sociedad”. Creemos desesperadamente en la
capacidad de las nuevas tecnologías de la comunicación para ampliar y
fortalecer los vínculos entre las personas. Esto es muy notable, pues
nuestra historia reciente está más bien marcada por una progresiva
fragilización de las relaciones sociales.
Las ciencias humanas se han mostrado casi unánimes al relacionar la
modernización con la destrucción de los lazos comunitarios
tradicionales. La industrialización, la mercantilización, el crecimiento
de las ciudades -como también la democratización y la ilustración-,
tienden a disolver el magma simbólico que antaño orientaba las vidas
individuales y las decisiones colectivas. Es un proceso profundamente
ambiguo: ha generado ansiedad y desorientación, pero también nos ha
liberado de las cadenas de la tradición. Marx o Durkheim trataron de
afrontar este dilema mediante apuestas políticas. Los ideólogos de
nuestro tiempo, en cambio, piensan que la tecnología sencillamente disuelve el
problema, creando un círculo virtuoso de, por un lado, libertad y
creatividad y, por otro, un nuevo tipo de densidad comunitaria no
opresora. Vivimos en la era del ciberfetichismo.
No es trivial que todos los medios de comunicación se apresuraran a
buscar un explicación tecnofílica de los alzamientos populares de Egipto
o Túnez en 2011. Si uno da crédito a The New York Times, el
Lenin del Magreb era un blogger de clase media experto en redes
sociales. Algunos izquierdistas llegaron a pensar que se trataba de una
estrategia deliberada para ocultar la relación de estas revueltas con
dinámicas económicas y políticas globales que se remontan a la
contrarrevolución liberal de los años setenta. Yo más bien creo que era
una forma inconsciente de depurar estos movimientos sociales de su
inquietante atavismo. La moraleja que extrajeron los ciberfetichistas es
que la potencia revolucionaria de Facebook logra penetrar incluso en un
contexto cultural marcado por un inmovilismo terminal. Muy
sintomáticamente, la valoración que los medios de comunicación -y por
cierto, también muchos izquierdistas- hicieron de las revueltas en
Libia, donde sólo el 5% de la población tiene acceso a Internet, fue
mucho más ambigua: “Los libios recelan de la democracia; les gusta tener
un gobernante fuerte que sea capaz de impedir que estallen las
rivalidades entre tribus. Pero no les gusta demasiado su gobernante
actual”, escribía Andrew Solomon en El País. Parece ser que
Twitter aún no les ha descubierto a los libios la naturaleza de la
genuina emancipación. En realidad, ocurre justo al contrario. Lo cierto
es que sólo el 21% de los egipcios tiene acceso a Internet. Si los
ciudadanos de estos países han dado semejante salto político es porque
en ellos la fraternidad -el tercer valor republicano- sigue siendo
alimentada por familias extensas, comunidades religiosas, círculos de
afinidad, compromiso sindical y relaciones culturales densas.
El fetichismo cibernético es, en el fondo, un subproducto de la
concepción mercantil del vínculo social. Hace más de doscientos años
Montesquieu acuñó la expresión “dulce comercio” para designar el modo en
que los negocios podían fomentar un tipo de relación social
superficial, pero amable y serena. Creía que el mercado era una
alternativa a las grandes pasiones políticas y religiosas que habían
convertido Europa en un campo de batalla secular. Otros autores
radicalizaron esta perspectiva hasta llegar a concebir la propia
sociabilidad no como un hecho primario -una característica esencial de
los seres humanos- sino como un fenómeno derivado de las relaciones
voluntarias y consideradas mutuamente beneficiosas. En la era del
capitalismo de casino, es difícil seguir manteniendo esta confianza en
el poder social del mercado. Internet ofrece un sustituto muy oportuno.
Según una opinión muy extendida, hoy el cemento de nuestras sociedades
se fragua en un espacio telemático en el que se encuentran individuos
autónomos sin otra relación que sus intereses comunes.
La verdad es que la mercantilización y sus sucedáneos telemáticos
destruyen los vínculos sociales, no los crean. Ninguna sociedad puede
sobrevivir a la hostilidad generalizada. Por eso la mayor parte de las
culturas han puesto fuertes límites a la conducta competitiva típica del
comercio, donde tratamos de obtener ventaja sistemáticamente de nuestro
oponente. De hecho, el mercado es uno de los pocos espacios de nuestras
sociedades ilustradas donde se acepta la agresividad extrema. Otros dos
son Internet y las carreteras. Según algunos estudios, y pese a lo que
cabría esperar, los coches descapotables reciben menos pitidos del resto
de conductores que cualquier otro vehículo de motor. La razón parece
ser el contacto visual directo con la persona que conduce el
descapotable: en lo más hondo de nuestras mentes, la sociabilidad y la
empatía se mueven a un nivel paleolítico previo a las autopistas y los
chats. Lo más parecido a los descapotables que tenemos en el mundo de
las tecnologías son los movimientos en favor del conocimiento libre.
Sin embargo, el ciberfetichismo está especialmente presente en estos
movimientos cooperativos. Con mucha frecuencia, los partidarios del
copyleft centran su actividad exclusivamente en la eliminación de las
barreras que impiden la libre circulación de la información: monopolios,
DRM, censura, impuestos… La cooperación se entienden como la
concurrencia en un espacio comunicativo extremadamente depurado,
compuesto por individuos unidos tan sólo por intereses similares y, esto
es crucial, neutral respecto a los contenidos. La información debe fluir, no importa si es la Crítica de la razón pura o un episodio de Bola de dragón.
Poco sorprendentemente, la solución que se suele proponer a las
externalidades negativas que genera la liberación de contenidos
digitales -como la remuneración de los autores o la financiación de
proyectos muy costosos- suele ser algún dogma anarcoliberal mal
digerido. Sencillamente, se dice, los creadores de copyright viven de una industria obsoleta que el mercado darwiniano se encargará de depurar si se eliminan las regulaciones.
Por eso, a lo largo de la extenuante polémica en torno a la Ley
Sinde, prácticamente nadie ha propuesto algo tan sencillo como acabar
con ese residuo medieval que son las entidades de recaudación de
impuestos privadas. La creación de una entidad de gestión de derechos
pública que sustituya a SGAE, VEGAP o CEDRO podría asegurar una
remuneración de los autores evitando los abusos actuales, por ejemplo,
mediante un límite razonable de la cantidad que un autor puede recaudar o
con un sistema generoso de excepciones (¡no más guarderías denunciadas
por pinchar “Al corro de la patata”!). Una organización como esta podría
potenciar las licencias libres mediante incentivos fiscales y
redistribuir una parte del dinero recaudado invirtiendo en proyectos
culturales. De hecho, podría ser el pistoletazo de salida de una
implicación masiva de las instituciones en la defensa del conocimiento
libre, creando editoriales, plataformas de desarrollo de software,
estudios de grabación, escuelas y repositorios digitales públicos que
creen empleo para los trabajadores del sector y garanticen, además, que
aquellas producciones culturales minoritarias pero de alto valor
artístico cuentan con los medios adecuados para su desarrollo.
Por supuesto, ningún abracadabra tecnológico, jurídico o mercantil
garantizaría el éxito de un proyecto tal. Podría convertirse en un
ruinoso monstruo burocrático corrupto y arbitrario. Que no fuera así
dependería de compromisos pragmáticos extremadamente frágiles. De la
supervisión y la exigencia continua por parte de los ciudadanos. Vaya,
de eso que solíamos llamar política.
*Texto inédito escrito por el autor en marzo del 2011, recuperado por Nodo50
Publicado en Cubadebate
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