Podríamos afirmar, desde un vasto espectro
de posiciones ideológicas que la economía no sobredetermina a la
educación pero sí la condiciona de manera gravitante. Dicho de otro
modo, las variables de la economía de un país limitan el funcionamiento
del sistema educativo, especialmente de la escuela pública, inserta en
un sistema capitalista desigual e injusto por naturaleza.
Desde que tengo uso de razón (tengo 42 años) la economía es el DT y pone a la política en la cancha según sus criterios. La escuela, a remolque de ambas, hace décadas que juega en una especie de torneo corto, y casi siempre pelea la promoción e incluso el descenso.
Desde 2003, en forma sostenida y creciente existe un proceso de reposicionamiento de la política recuperando su centralidad para producir cambios. Durante los ,90 se instaló y logró ponerse de moda cierta noción antipolítica que se niega a reconocer la dimensión antagónica que constituye “lo político”. Y entonces todo aquello ligado a “la política” viene cotizando muy bajo hace años, gracias al discurso “neutral” y “científico” de los economistas neoliberales y también por mérito de muchos políticos, y de todos los colores.
Volviendo a la metáfora deportiva, en estos años se produjo un cambio fundamental, no sólo de jugadores sino de estrategias de juego. Lo político es aquello que marca la cancha, cómo, cuándo, dónde y con quiénes se juega. Cuando me recibí en la facultad de Ciencias de la Educación (mitad de los ’90) recuerdo que muchos ministros o funcionarios de educación eran economistas, y más allá de las fuertes críticas de una porción de la sociedad, aquello parecía algo tan natural como el aire que se respiraba, parte de un sentido común privatista, que veía allí una versión eficiente y modernizadora de la empresa, de la escuela, del Estado.
También en los ’90 naturalizamos
la idea de calidad educativa sólo pensando en resultados,
cuantificables, fomentando una especie de darwinismo escolar, en la
competencia que anula al otro a través de la supervivencia del “más
apto”. Enalteciendo lo privado como la nueva autopista por donde circula
el “profesor último modelo”, o el empleado del mes que no importa si se
hace preguntas porque sólo está para la demanda del cliente. Autopista
que pasa por arriba de esa vieja avenida pública en la que el docente se
embotella y nada funciona. Calidad educativa que embalsama los datos
sin atender las condiciones que posibilitan llegar a ellos y mucho menos
los contextos en que se producen.
Sin dudas, la universalización de la matrícula escolar es un irrenunciable ligado a la inclusión, pero el desafío democratizador más difícil y necesario consiste en acortar la brecha entre los que ingresan y los que egresan, una vez transcurrida una cohorte escolar, especialmente en la secundaria. Sin duda es central que ingresen todos, pero la sintonía fina tiene que ver no sólo con incluir sino especialmente con la manera en que se incluye. Será un reto para evaluar la escuela no sólo el dato de quién ingresó sino el que nos dé pistas sobre la calidad de su tránsito por la escuela y el dato con la respuesta del que egresó pero nunca imaginó que iba a terminar.
El
sentido que marca la ley de educación nacional (2006), los 6,42% del
PBI en educación, la apuesta a la educación técnica, las netbooks para
los adolescentes de las escuelas públicas, la AUH, entre otras políticas
de estado, son claras señales de un cambio de rumbo, de una decisión
firme vinculada a mejorar la educación y la inclusión social. Los
resultados que arroja la evaluación censal que difundió el Ministerio de
Educación sobre el desempeño de los alumnos del último año de todo el
país en cuatro áreas del conocimiento, van en ese sentido, reafirmando,
no sin inconvenientes, que se puede reconstruir aquello que fue
salvajemente volteado. La política económica ha mejorado algunas
condiciones de vida de buena parte de los alumnos y alumnas de nuestras
escuelas, que requieren sin dudas ampliarse y consolidarse y en este
sentido no es otra cosa que comenzar a restituir las bases necesarias
para que la escuela pueda concentrar su apuesta al mejoramiento de la
enseñanza y el aprendizaje, hacer efectiva la justicia curricular, que
no es otra cosa que una distribución más justa de lo que se enseña y
aprende, priorizando a aquellos que vienen postergados hace décadas.
Concentrar esfuerzos en la sintonía fina implica situar el desafío en la
mejora de la enseñanza como ejercicio de responsabilidad y presencia
adulta, ética y política, ante las nuevas generaciones.
Si la
política marca la cancha y la economía se sujeta a dichas reglas es
posible que la educación pueda ser pensada como política de estado, de
mediano y largo plazo y no como torneo corto, o asunto del gobierno de
turno. De esa forma, es posible que Manuel, Violeta o Margarita que
empezaron la sala de cuatro, primer grado o la secundaria en 2003,
pasados los 12 años estén sumándose por vez primera en su familia a una
universidad, o al mundo del trabajo y un rato después asomen sus hijos,
que si crecen en una casa más digna, con más y mejor trabajo, libros,
netbooks y demás, es probable que redoblen su apuesta por más y mejores
sueños.
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