El fuerte crecimiento industrial que conoció nuestro país desde 2003
es un hecho destacable, que sólo permite comparación con el período
1964-1974. Sin embargo, los datos también nos indican que ese
crecimiento industrial no pudo revertir la tendencia a la concentración y
extranjerización que tuvo lugar durante la década del ’90.
Siguiendo a
los clásicos de la ciencia económica, podríamos pensar que son
tendencias históricas de las cuales no podemos escapar si pretendemos
una industria moderna y competitiva. Después de todo, Joseph Schumpeter,
¿no hablaba de la necesidad de una etapa monopolista en la innovación
del producto? ¿Acaso no se nos repitió durante décadas que la inversión
extranjera directa (IED) aportaba el capital y la tecnología que un país
emergente necesitaba para su desarrollo económico?
Los casos internacionales parecen indicar que el desarrollo
económico no tiene recetas: mientras Corea del Sur se desarrolló a
través de una fuerte concentración del capital (los famosos chaebols),
Taiwan lo hizo a través de un fuerte tejido de pymes. China, en la
actualidad, tiene un desarrollo industrial basado en la IED. Más atrás
en el tiempo, Alemania apeló a una fuerte concentración financiera para
apuntalar su industria y formar los kartell a fines del siglo XIX,
mientras Italia se apoyó en sus distritos industriales pymes.
Aunque las repetidas crisis que vivió nuestro país nos enseñaron que
la concentración del capital y la extranjerización del aparato
productivo resultan una traba al desarrollo económico y social, resulta
de interés mostrar cuáles son las condiciones en las que estos fenómenos
económicos terminan socavando los objetivos de justicia social,
independencia económica y soberanía política.
Los sectores de bienes intermedios, químicos, petroquímicos, metales
básicos, son los que conocen mayor concentración de capital. Este hecho
frena el desarrollo industrial cuando una pyme tiene que enfrentar,
además de la competencia importadora, precios internos de sus insumos
más elevados que el internacional. Pero esto no es un escollo
insuperable: una política industrial que redistribuya el ingreso al
interior de las cadenas de valor junto a una política de comercio
interior que logre disciplinar los actores más poderosos son
indispensables para conjugar eficiencia, industrialización y
distribución del ingreso.
Por su lado, la extranjerización de la estructura productiva resulta
una traba al desarrollo si se asume que el poder de decisión está fuera
del alcance del poder político nacional, y que el origen del capital
(foráneo) determina su destino (la repatriación de utilidades). En el
caso de las empresas transnacionales instaladas en los sectores de
bienes de consumo –como el automotriz, por ejemplo—, su nivel de
integración con las pymes locales es escaso, debido a decisiones de
compras tomadas a nivel global. Al respecto es revelador que el
coeficiente de importación de las transnacionales sea superior al
promedio. Si a eso le agregamos la repatriación de utilidades, la
sangría de divisas que supone la instalación de una empresa extranjera
sólo podría remediarse con leyes muy restrictivas en cuanto al uso de
las divisas. Sin embargo, ya sabemos que la fuga de capitales no es
excluyente de las empresas transnacionales: también la realizaron los
grupos económicos locales. En ausencia de una poderosa “burguesía
nacional”, que reinvierta en el país sus ganancias, muchos autores se
inclinan a pensar que los actores principales del desarrollo económico
deben ser los trabajadores, a través de un gobierno popular.
En retrospectiva, podríamos considerar que en 2003 surgió de las
urnas un gobierno popular sin industria nacional. Con eso queremos decir
que, a pesar de todas las críticas que se le puede hacer a la
estructura industrial actual, Argentina cuenta con el actor clave que
está recreando la industria nacional: un gobierno popular. En esa
perspectiva, las declaraciones de la Presidenta desde su reelección
toman un significado particular: por un lado, aclaró que no habrá
cambios en la ley de IED, por la cual se le otorga al capital foráneo
los mismos derechos que al capital local. En otras palabras, se pone en
el mismo plano al capital, cualquiera sea su origen, asumiendo la
inexistencia de una burguesía nacional. En cambio, se pondrá el acento
en el destino del capital, incrementando la presión política para
controlar la fuga de divisas y fomentar las inversiones en el país
(tanto de las empresas nacionales como de las extranjeras) y para lograr
una mayor integración productiva, buscando así profundizar la
sustitución de importaciones. Esto último, de lograrse, sería un avance
muy importante hacia el desarrollo económico y social.
Publcado en Página12
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