Machinea y Gerchunoff - Foto Página12 |
El 28
de abril de 1998 los economistas José Luis Machinea y Pablo Gerchunoff publicaron un texto en el diario Clarín que persiguió el claro
objetivo de convertirse en un manifiesto que redefiniera el concepto de
progresismo, atendiendo a la hegemonía en el sistema capitalista mundial
a manos del neoliberalismo y la financiarización. El texto no se
posicionó en una interpelación crítica al nuevo paradigma, sino que se
centró en “evitar la mimetización del discurso progresista con el del
nuevo conservadurismo”.
En el escrito se asumió una victoria universal
del capitalismo, que incluía la derrota de los proyectos de abolición de
la propiedad privada como también de los socialdemócratas que
desplegaban la centralidad del Estado. El manifiesto buscaba consagrar
un “nuevo progresismo” que, a la vez que rechazara la “suficiencia del
mercado para la solución de los problemas económicos y sociales”, se
apartara del “conservadurismo estatalista y proteccionista que hace
tiempo agotó todo lo que podía dar de bueno a la sociedad”.
Quedaba claro el recurso: la construcción de un discurso que
permitiera una alternancia entre gestiones fundamentalistas y moderadas
de la única vía de política económica que asumían posible: la
neoliberal. Esa definición de “victoria universal del capitalismo”
conducía a la resignación a un camino único y se alineaba con la vulgar
teoría del “fin de la historia” que campeaba en aquella época.
Esta posición fue criticada, entonces, en la revista Juana Azurduy
(agosto de 1998). Se sostuvo que M y G planteaban la necesidad de darle
al progresismo un nuevo sentido, acorde con los tiempos. Es importante
reparar en esta cuestión del “sentido” puesto que se abre, así, un campo
intersticio entre lo económico y lo político –el campo de las
representaciones– en cuyo dominio también se disputa el propio carácter
de la escisión entre lo económico y lo político. Los rasgos específicos
que adquiría esta separación durante el neoliberalismo –la
naturalización de lo económico– resultaban clave en la legitimidad del
orden neoliberal. En efecto, la ofensiva del mercado como regulador
privilegiado de las relaciones sociales no sólo se instrumentó
materialmente, sustentado en la política económica impuesta por el
neoliberalismo –con mayor o menor organicidad– a partir de la dictadura
terrorista en adelante, sino que se había ido estableciendo en la
construcción social de la creencia acerca de que así, y de ninguna
manera diferente, eran las cosas de este mundo y que era el único
posible. Y si es en el mundo de las ficciones donde se dirime parte de
la legitimidad política de la opresión en las sociedades actuales, este
“nuevo progresismo”, “acorde con los tiempos”, no era otra cosa que un
nuevo conservadurismo que procuraba transformar los soportes (no sólo)
simbólicos que construían la legitimidad política del orden establecido;
un aval de lo que se había consumado con la envoltura de lo
supuestamente moderno (“progresista”).
En este sentido M y G no hacían otra cosa que apuntalar, desde la
perspectiva de un supuestamente incontrastable conocimiento
técnico-económico un programa de transformación social sustentado en el
acotamiento y agotamiento de lo político. “Objetivo” y “apolítico”, como
si pudieran encubrirse el carácter intrínsecamente político de todo
saber, incluyendo el económico. Lo dicho es suficiente para afirmar que M
y G se incluían en “intelectualidad orgánica” del neoliberalismo en su
más prístina expresión, dado que su discurso (que había caído bien en
numerosos sectores “progresistas”) resultaba consustancial con el
programa de transformación neoliberal. Hasta aquí la polémica de 1998.
Los anclajes teóricos, posicionamientos ideológicos e intelectuales
de los ejecutores de las gestiones económicas neoliberales no operaban
independientemente de la articulación y representación de los intereses
del poder económico. Tanto de los que se desempeñaron en el período del
menemismo como durante la gestión de la Alianza. Eduardo Basualdo señala
en Sistema Político y Acumulación (Cara y Ceca, 2011), que a partir de
la crisis iniciada en 1998 se perfilaron dentro del establishment que
compartió la gestión y los negocios durante los primeros noventa dos
proyectos alternativos al de la convertibilidad: uno sostenido por la
fracción dominante constituida por los grupos económicos locales y
algunos conglomerados extranjeros, y otra por el sector financiero e
inversores extranjeros que habían adquirido empresas y paquetes
accionarios durante los años previos. Los primeros promovían una
devaluación y los segundos, un tránsito a una economía dolarizada. Ambas
salidas significaban, en condiciones de hegemonía del bloque asentado
en el poder, una radicalización de las condiciones de desigualdad y
pobreza generadas por el régimen de la convertibilidad.
Sin embargo, los distintos intereses y características de las
salidas propuestas alinearon a la ortodoxia fundamentalista del lado de
los dolarizadores, mientras que los economistas que sostenían el otro
grupo atinaban a presentarse como heterodoxos (en la época del “fin de
la historia”).
Basualdo afirma que “los grupos económicos le plantean a la sociedad
que ellos encarnaban a la burguesía nacional y que por ello soportaban
la agresión de los capitales foráneos y de los organismos
internacionales que pretendían marginarlos y controlar la producción
nacional”. Buscaban así usufructuar en su favor la importancia que
conservaba “en la identidad popular la alianza policlasista que sustentó
al peronismo, reprocesándola en función de sus intereses” y “ocultando
que sus condiciones estructurales poco tenían que ver con una burguesía
nacional”. La gestión Machinea estuvo permeada por los intereses de esta
fracción local del poder económico.
En un reciente reportaje en el diario La Nación (15/1/12)
Gerchunoff, quien fuera su asesor, vuelve al ruedo y adjudica el
despliegue económico de los últimos ocho años al bajo nivel de actividad
desde el que partió, igualando sus causas a las de la recuperación del
producto en la primera época del menemismo. Le agrega el argumento del
“viento de cola” internacional, critica el intervencionismo estatal,
cita a J. M. Fanelli teorizando acerca de la bendición que el bajo
crecimiento demográfico supone para las cuentas públicas, critica la
política económica del período de J. B. Gelbard, recomienda una cierta
dosis de “desarrollismo”... para sumar a la épica kirchnerista... (sic) y
alienta la adopción de un “plan de estabilización” asociado a la
reducción de la tasa de crecimiento de la economía a niveles inferiores
al 4 por ciento. Fiel al Manifiesto de 1998 habla de economía sin
reparar en el fuerte despliegue de los cambios políticos concretados
durante la gestión kirchnerista, aunque supone (insidiosamente) que
Perón, de estar vivo, no apoyaría este proyecto sino que respaldaría al
duhaldismo (participando del Movimiento Productivo Argentino, en tanto
–imagina PG– terrateniente exitoso de los pagos de Lobos).
El enfoque teórico acerca de la política económica requerirá
“sintonía fina” en las épocas que vienen. La ortodoxia de las finanzas
quedó descolocada por el colapso de fines del siglo pasado y el notable
de sempeño de la economía de esta última etapa. Sin embargo, los
verdaderos heterodoxos, afirmados en una política de desarrollo
sostenido integrada regionalmente y opuesta a los ajustes del centro,
convencidos de la preeminencia de la política y promotores de una
profundización del proyecto democrático, nacional y popular, deberemos
lidiar con una “neoheterodoxia” renuente a la decidida intervención
pública, despolitizadora de la macroeconomía y ligada a uno de los
proyectos del poder económico que hegemonizó la política en la Argentina
prekirchnerista (el “alfonsinista-duhaldista”, digamos).
Son muchos más que los aludidos, esto es obvio, quienes reducen la
política económica a la “macro”, sobreestiman la importancia de los
“equilibrios” (cada vez más ausentes en el “mundo realmente existente”),
descreen de los objetivos redistributivos impulsados por la ciudadanía
(relegándolos a una determinación productivo-mercantil), recelan del
papel del Estado en la economía y asumen la concentración del poder
económico como un dato (inabordable). La preeminencia de la política
sobre la economía (y la fusión de ambas) será el parteaguas que nos
permitirá construir un futuro digno de ser vivido.
* Economista, profesor UBA, director del Cefid-AR.
Publicado en Página12
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