¿Una funcionaria judicial argumenta a
favor de un represor sentenciado? Ese rango de neutralidad doctrinaria
forma parte del ejercicio de la profesión de abogado, pero resulta
inadmisible en un funcionario.
El general de brigada (R) Braulio Olea
(condenado en 2008, en Neuquén, a 25 años de prisión, junto con otros
siete represores que estuvieron a cargo del centro clandestino de
detención La Escuelita) es el padre de la doctora María Laura Olea,
secretaria de la Cámara de Casación. Como los hijos no son responsables
del comportamiento de sus padres, una cosa no tiene por qué impedir la
otra. Sin embargo, en el juicio donde fuera condenado, la doctora Olea
fue la abogada del general, y para ejercer la defensa tuvo que ser
explícitamente autorizada por la Cámara, cosa que efectivamente sucedió.
¿Un caso excepcional? Vale la pena pensar –a la luz de este curioso
comportamiento– el patrón político del poder judicial entre 1976 y la
actualidad. Nos permitirá conocer hasta qué punto la “dictadura militar
terrorista” fue militar, y qué papel le cupo a la magistratura.
El
24 de marzo de 1976, las FF AA comunicaron todo lo que se proponían
explicar en materia de legalidad. En el anteúltimo párrafo se lee: “La
conducción del proceso se ejercitará con absoluta firmeza y vocación de
servicio. A partir de este momento, la responsabilidad asumida impone el
ejercicio severo de la autoridad para erradicar definitivamente los
vicios que afectan al país. Por ello, al par que continuará combatiendo
sin tregua a la delincuencia subversiva abierta o encubierta y se
desterrará toda demagogia, no se tolerará la corrupción o la venalidad
bajo ninguna forma o circunstancia, ni tampoco cualquier transgresión a
la ley u oposición al proceso de reparación que se inicia.”
Conviene leer el texto de atrás para adelante, facilita la comprensión. A partir del “no se tolerará” inicia una aparente taxonomía rigurosa. Enumera: corrupción, venalidad, y la transgresión a la ley. Figuras perfectamente asimilables a las tipificadas en el Código Penal; por tanto, no requieren del estado de excepción, pueden ser combatidas en el marco de la legalidad teóricamente vigente. Claro que oponerse a un gobierno de facto no es por cierto ilegal. ¿Cuál sería la novedad jurídica? Una, ese gobierno no tolera oposición de ninguna clase, ni armada ni desarmada.
Era una declaración de guerra sin cuartel.
Conviene leer el texto de atrás para adelante, facilita la comprensión. A partir del “no se tolerará” inicia una aparente taxonomía rigurosa. Enumera: corrupción, venalidad, y la transgresión a la ley. Figuras perfectamente asimilables a las tipificadas en el Código Penal; por tanto, no requieren del estado de excepción, pueden ser combatidas en el marco de la legalidad teóricamente vigente. Claro que oponerse a un gobierno de facto no es por cierto ilegal. ¿Cuál sería la novedad jurídica? Una, ese gobierno no tolera oposición de ninguna clase, ni armada ni desarmada.
Era una declaración de guerra sin cuartel.
Todos
los que intervinieran en ella serían considerados partisanos. Y
tratados en consecuencia. El general Acdel Vilas, adecuado mistagogo, lo
cuenta sin eufemismos: “La guerra a la cual nos veíamos enfrentados era
eminentemente cultural. Por eso a la subversión había que herirla de
muerte en su fundamento ideológico. Si permitíamos la proliferación de
elementos disolventes –psicoanalistas, psiquiatras, freudianos,
etcétera– soliviantando las conciencias y poniendo en tela de juicio las
raíces nacionales y familiares, estábamos vencidos.”
¿El problema fundamental? La destrucción de quienes participaran de la batalla cultural. Ahora se entiende: destruir el fundamento ideológico no supone polemizar, sino destruir uno a uno los organizados por ese fundamento, entonces, rendir cuenta pública de los actos de la “lucha contra la subversión” “abierta o encubierta”, explicar empujado por la pregunta de una madre inquisitiva que golpea el tabú de silencio. Vilas no se propone debatir con los “elementos disolventes”, sino silenciarlos definitivamente. Debate, en sus términos, supone derrota. Entonces, para evitarla... se impone silenciar la sociedad política.
¿El problema fundamental? La destrucción de quienes participaran de la batalla cultural. Ahora se entiende: destruir el fundamento ideológico no supone polemizar, sino destruir uno a uno los organizados por ese fundamento, entonces, rendir cuenta pública de los actos de la “lucha contra la subversión” “abierta o encubierta”, explicar empujado por la pregunta de una madre inquisitiva que golpea el tabú de silencio. Vilas no se propone debatir con los “elementos disolventes”, sino silenciarlos definitivamente. Debate, en sus términos, supone derrota. Entonces, para evitarla... se impone silenciar la sociedad política.
Tanta
debilidad discursiva transformó toda pregunta inoportuna en
cuestionamiento. Es la herencia de silencio del liberalismo criollo (la
4144, Ley de Residencia, parlante de la constitución enmudecida),
conjugado con la rigurosa distinción schmittiana entre liberalismo y
democracia. Entre el sistema de derechos que garantiza la propiedad
privada, y los derechos que permiten defenderse de los propietarios.
Estos últimos son puestos entre paréntesis. Caducan. Ese es el estado de
excepción. Por eso todo debate debía ser evitado, porque restituye la
voz ocluida, excluida. De ahí que la quiebra del silencio derrapara en
oposición. Y como la oposición carecía de espacio legal, era ilegal por
definición, el silencio de una sociedad invitada a callar
programáticamente resultaba música celestial, salud.
El poder judicial acató –no podía ser de otro modo, al menos en los inicios– ese comportamiento. Todo el orden legal se redujo a “formalidad inconsecuente” y los jueces oscilaron entre la abyección personal –cómplices materiales directos– y la responsabilidad por omisión. Casi nadie tuvo un comportamiento heroico, y no se trata de una condena automática para todos los que lo integraron, sino de mirar caso por caso. Eso sí, sabiendo que la “familia judicial” formó parte orgánica de la dictadura.
Claro que a partir del ’83 –con el retiro de los uniformados– estaban en condiciones de hacer otra cosa. No sólo no lo hicieron, sino que el comportamiento de la doctora Olea, o del ex presidente de la Cámara Federal de Mendoza, Otilio Romano, cobra todo su sentido pedagógico.
A Romano se le permitió fugarse, al no tomar el menor recaudo para que así no fuera, pese a que su complicidad no ofrecía ninguna duda razonable, había sido acusado reiteradamente de participación en la “obtención de información” de detenidos durante la dictadura. Y tal cosa no sucede cuando uno o dos funcionarios hacen la vista gorda, sino cuando la “familia judicial”, al menos de Mendoza, actuara como bloque.
El poder judicial acató –no podía ser de otro modo, al menos en los inicios– ese comportamiento. Todo el orden legal se redujo a “formalidad inconsecuente” y los jueces oscilaron entre la abyección personal –cómplices materiales directos– y la responsabilidad por omisión. Casi nadie tuvo un comportamiento heroico, y no se trata de una condena automática para todos los que lo integraron, sino de mirar caso por caso. Eso sí, sabiendo que la “familia judicial” formó parte orgánica de la dictadura.
Claro que a partir del ’83 –con el retiro de los uniformados– estaban en condiciones de hacer otra cosa. No sólo no lo hicieron, sino que el comportamiento de la doctora Olea, o del ex presidente de la Cámara Federal de Mendoza, Otilio Romano, cobra todo su sentido pedagógico.
A Romano se le permitió fugarse, al no tomar el menor recaudo para que así no fuera, pese a que su complicidad no ofrecía ninguna duda razonable, había sido acusado reiteradamente de participación en la “obtención de información” de detenidos durante la dictadura. Y tal cosa no sucede cuando uno o dos funcionarios hacen la vista gorda, sino cuando la “familia judicial”, al menos de Mendoza, actuara como bloque.
Y otro tanto sucede en el caso Olea. Mano
derecha del juez Eduardo Riggi, de la Sala III (dos de cuyos secretarios
se presume estuvieron vinculados a obtener la libertad de los acusados
en el caso de Marino Ferreyra, mediante el cobro de sobornos), es el
propio juez quien autorizó a Olea a tomar licencia sin goce de sueldo
para defender a su padre. Este es el punto. Aducir motivos personales,
en ese carácter obtuvo la licencia, presupone compartir al menos su
legitimidad. La sentencia (25 años) cambia la cuestión y sin embargo
cuando toca la revisión (Sala IV de la Sala de Casación) Olea vuelve a
intervenir sin inconvenientes. ¿En ese caso único “defiende” a su padre,
y en todos los demás la doctrina vigente? ¿Una funcionaria judicial
argumenta a favor de un represor sentenciado? Ese rango de neutralidad
doctrinaria forma parte del ejercicio de la profesión de abogado, pero
resulta inadmisible en un funcionario. Máxime cuando Olea participó en
el escrache al presidente de la Suprema Corte de Justicia, Ricardo
Lorenzetti. Vale la pena detenerse en el hecho. Lorenzetti estaba
presentando en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires,
su libro, Derechos Humanos: justicia y reparación, cuando un grupo de
“Hijos y Nietos de Presos Políticos” lo acusaron de no respetar los
Derechos Humanos de los represores. ¡Hijos y nietos de represores que no
sólo no se distancian de su progenie, sino que los reivindican
públicamente!
Este escándalo sucedió a fines de agosto del año pasado, y pese a que Olea es suficientemente conocida por la “familia judicial” nadie dijo nada. Sin embargo, su presencia no admite debate, ya que fue registrada en un video subido a YouTube. Ahora se entiende mejor, una cosa es el discurso políticamente correcto que la Facultad de Derecho admite abstractamente, y otra es el bill de indemnidad que implícitamente otorga.
Este escándalo sucedió a fines de agosto del año pasado, y pese a que Olea es suficientemente conocida por la “familia judicial” nadie dijo nada. Sin embargo, su presencia no admite debate, ya que fue registrada en un video subido a YouTube. Ahora se entiende mejor, una cosa es el discurso políticamente correcto que la Facultad de Derecho admite abstractamente, y otra es el bill de indemnidad que implícitamente otorga.
La idea de que un aparato del Estado pueda
comportarse con doble patrón no es novedosa; la batalla democrática
exige que ese comportamiento se vuelva extraordinario. Ya se terminó el
tiempo en que Eduardo Kimel (1952–2010) fuera condenado por investigar
la masacre de los curas palotinos. Son los jueces como Guillermo
Rivarola –acusado de no investigar nada– los que deben sentarse en el
banquillo. Y para que así sea, los cómplices del caso Olea no pueden ni
deben quedar impunes. Ahí se mide la calidad institucional de la
magistratura, no en otra parte, y se trata de barrer de una vez por
todas esos podridos establos de augías.
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