El 15 de junio, tres meses después de que empezara el bombardeo de la
OTAN en Libia, la Unión Africana presentó al Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas la postura africana sobre los ataques -en realidad, el
bombardeo de los agresores imperialistas tradicionales, Francia y Gran
Bretaña, acompañados esta vez por Estados Unidos, que inicialmente
coordinó el asalto, y otras naciones al margen.
Al iniciarse el bombardeo, la Unión Africana exhortó a seguir el
camino de la diplomacia y las negociaciones, a fin de evitar una muy
probable catástrofe civil en Libia. En menos de un mes, la Unión
Africana había recibido el respaldo de los países del BRICS (Brasil,
Rusia, India, China y Sudáfrica) y otros, en especial de Turquía, la
principal potencia regional, miembro también de la OTAN.
De hecho, el triunvirato estuvo muy aislado en sus ataques,
emprendidos para eliminar a un tirano mercurial, al que habían apoyado
cuando resultaba ventajoso. Las esperanzas estaban puestas en un régimen
que estuviera mejor dispuesto hacia las exigencias occidentales de
controlar los ricos recursos de Libia y que, quizá, le ofreciera una
base en África al comando africano de Estados Unidos, Africom, hasta
ahora confinado en Stuttgart.
Nadie puede saber si los esfuerzos relativamente pacíficos
contemplados en la resolución 1973 de la ONU, y respaldados por la mayor
parte del mundo, hubieran logrado evitar la terrible pérdida de vidas y
la destrucción que sucedieron en Libia. El 15 de junio, la Unión
Africana informó al Consejo de Seguridad que ignorar a la unión durante
tres meses y proseguir el bombardeo de la santa tierra de África ha sido
arbitrario, arrogante y provocativo. La Unión Africana presentó un plan
de negociaciones y patrullaje dentro de Libia, a cargo de fuerzas de la
misma UA, junto con otras medidas de reconciliación. Todo fue en vano.
El exhorto de la UA al Consejo de Seguridad también estableció el
fondo de sus preocupaciones: La soberanía ha sido un instrumento de
emancipación de los pueblos de África, que están empezando a trazar
caminos de transformación en la mayoría de los países africanos, después
de siglos de depredación por el comercio de esclavos, el colonialismo y
el neocolonialismo. Los ataques temerarios contra la soberanía de los
países africanos son, por lo tanto, equivalentes a infligir heridas
nuevas en el destino de los pueblos de África.
El llamado africano puede encontrarse en la publicación india
Frontline, pero básicamente pasó desapercibido en Occidente. Eso no debe
sorprendernos: los africanos son nogentes, por adoptar el término que
George Orwell aplica a quienes no son adecuados para entrar en la
historia.
El 12 de marzo, la Liga Árabe ganó la condición de gente al apoyar la
resolución de la ONU. Pero el apoyo pronto desapareció, cuando la Liga
se negó a apoyar el posterior bombardeo occidental contra Libia. Y el 10
de abril, la Liga regresó a su condición de nogente al exhortar a la
ONU a imponer una zona de restricción aérea también sobre la franja de
Gaza y a levantar el asedio israelí. Este exhorto pasó prácticamente
desapercibido.
Esto también fue lógico. Los palestinos son el prototipo de la
nogente, como lo vemos regularmente. Examinemos el número de
noviembre-diciembre de la revista Foreign Affairs, que se inicia con dos
artículos del conflicto palestino-israelí. Uno, escrito por los
funcionarios israelíes Yosef Kuperwasser y Shalom Lipner, culpa del
conflicto a los palestinos, por negarse a reconocer a Israel como Estado
judío (atenidos a la norma diplomática: se reconoce al Estado, no a
sectores privilegiados dentro de él).
El segundo artículo, del académico estadunidense Ronald R. Krebs,
atribuye el problema a la ocupación israelí. El artículo tiene este
subtítulo: Como está destruyendo a la nación la ocupación. ¿A qué
nación? A Israel, por supuesto, perjudicada por tener su bota en el
cuello de la nogente.
Otra ilustración: en octubre, los titulares anunciaron con fanfarrias
la liberación de Gilad Shalit, el soldado Israel capturado por Hamas.
El artículo de The New York Times Magazine se dedicó al sufrimiento de
su familia. Shalit fue liberado a cambio de cientos de nogentes, de
quienes supimos muy poco, aparte del sobrio debate respecto de si su
liberación perjudicaría o no a Israel.
Tampoco supimos nada de los cientos de otros detenidos en prisiones
israelíes durante largos periodos sin haber sido acusados formalmente.
Entre esos prisioneros anónimos están los hermanos Osama y Mustafa Abu
Muamar, civiles secuestrados por las fuerzas israelíes que atacaron Gaza
el 24 de junio de 2006, al día siguiente de que Shalit fuera capturado.
Los hermanos estaban desaparecidos en el sistema penitenciario israelí.
Al margen de lo que pensemos de capturar a un soldado de un ejército
que nos ataca, secuestrar civiles es un delito mucho más grave. A menos,
claro, que esos civiles sean simples nogentes. Ciertamente, esos
delitos no se comparan con muchos otros, por ejemplo, con los crecientes
ataques a ciudadanos israelíes beduinos, que viven en el Neguev, en el
sur del país. Los beduinos israelíes están siendo expulsados conforme a
un nuevo programa, destinado a destruir decenas de aldeas beduinas, a
las que habían sido trasladados anteriormente. Por razones benignas, por
supuesto. El gabinete israelí explicó que se crearían ahí 10
asentamientos judíos para atraer nueva población al Neguev. Es decir,
para remplazar nogentes con gente legítima. ¿Quién puede ponerle alguna
objeción a eso?
Esa extraña especie de nogentes puede encontrarse en todas partes,
incluso en Estados Unidos: en las prisiones que son un escándalo
internacional, en los comedores públicos, en los deteriorados barrios
bajos. Pero los ejemplos son engañosos. La población mundial en su
conjunto vacila al borde de un agujero negro.
Tenemos recordatorios cotidianos, incluso de incidentes muy pequeños.
Por ejemplo, el mes pasado, cuando los republicanos de la Cámara de
Representantes estadunidense bloquearon una reorganización,
prácticamente sin costo, para investigar las causas de los extremos
climatológicos de 2011 y proporcionar mejores previsiones.
Los republicanos temieron que eso fuera la punta de lanza de la
propaganda del calentamiento global, un no problema según el catecismo
recitado por los aspirantes a la nominación de lo que hace años era un
auténtico partido político.
¡Qué pobre y triste especie!
* Chomsky es profesor emérito de lingüística y filosofía en
el Instituto de Tecnología de Massachusetts, en Cambridge,
Massachusetts.
Publicado en Cubadebate
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