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El
color rojo representa, según distintas tradiciones, la vida y la
fuerza. Simboliza más lo pasional que lo razonable. También la
felicidad. Es el erotismo y la seducción. Es el color de los
poderosos reyes y los cardenales católicos. Las alfombras de los
grandes acontecimientos son rojas. El peligro se representa con ese
color y al infierno se lo pinta también de rojo.
Pero
hace cien años, el rojo comenzó a representar algo más. Desde 1917
y en un lejano territorio, en esa Rusia casi desconocida para el
grueso de la gente, se instaló otro concepto para ese símbolo. Fue
el comienzo de otra historia, construída también con el rojo de la
sangre y las pasiones. Fue el intento de conversión de las utopías
en proyectos. Fue el lanzamiento de millones de ilusiones al viento
de una nueva esperanza.
Los
miserables de toda miseria intentaban, otra vez, cambiar sus
destinos. No necesitaron demasiado para buscar un horizonte
diferente. Menos que humanos, transitaban sus días entre el hambre y
el frio eterno de una muerte asegurada sin saber, nunca, que era eso
de vivir. Allá, como aquí y en todos lados, el tajo profundo del
abismo social los separaba de sus amos poderosos que, curiosamente,
usaban el rojo como símbolo de Poder.
Fueron
días de quimeras al alcance de la mano. Fueron momentos de
convicciones y certidumbres a flor de piel. Comenzaba un tiempo de
anhelos casi realizados, atravesando la historia de la humanidad con
la perspectiva de un tiempo nuevo que, parecía, venía para quedarse
y expandirse.
Como
todo hecho revolucionario, tuvo sus líderes capaces y honestos. Y,
como parece ser el destino de toda revolución, tuvo también sus
traidores. En esa puja triunfaron, al final, los desleales a sus
orígenes y los infieles a las verdaderas utopías. Las banderas
continuaron con el rojo simbolismo, pero fueron perdiendo la fuerza
vital de su significado original, alejándose de la voluntad popular
y el compromiso con los sueños de libertad que encarnaron.
Todo
terminó mal. Después de andar setenta años entre verdades y
mentiras, entre esperanzas y desatinos, entre las valentías
inconmensurables de millones y la sombra de perversos imperdonables,
se diluyó ese sueño en el mar del olvido de sus fuentes. Pero no
murió su ejemplo original. No pudieron matar el sentido de aquellos
rojos estandartes repletos de ilusiones.
Aquí
y ahora, con nuestros colores, las banderas siguen buscando nuevos
vientos para flamear entre esperanzas que jamás mueren. No será una
nube de globos amarillos que podrá terminar con nuestros ideales, ni
las miserias de los inmorales y traidores las que acobardarán a
nuestro Pueblo. Las cenizas que dejan a su paso, lo sabemos, solo
sirven para hacer renacer el fuego en ellas. Ese rojo fuego de las
viejas utopías.
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