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“Hasta
ahora no hubo suba de precios”, dijo uno de los ministros-ofshore.
“Es una medida preventiva”, aseguró otro. “Es el resultado de
años de despilfarro”, espetó su jefe en la media lengua que lo
caracteriza. “No se podía seguir con esa fiesta de subsidios”,
vomitó por enésima vez el cabecilla del gabinete. “Estamos en el
buen camino”, repite el iletrado pasajero de la Rosada. Y a renglón
seguido: “Estamos construyendo la Argentina que soñamos, este es
el cambio”.
Mientras,
el representante del virrey agachaba su cabeza ante la buitresca jefa
del FMI. Mientras, algunos gobernadores de supuestos orígenes
“peronistas” se reunían para acompañar al jefe de los payasos
de este circo sin risas. Mientras, otros jefes, de verdad dueños de
las decisiones y del poder económico, también palmeaban la espalda
del mismo inculto que hace lo que ellos “recomiendan”.
Pero
abajo, bien abajo, donde “el barro se subleva” (diría Cátulo
Castillo), a los precios ya nadie los alcanza en sus ascensos
vertiginosos atados a los globos de la mentira amarillenta. Allí no
saben de prevenciones, con el agua a la rodilla en medio de la
lluvia, con las facturas del agua, el gas y la electricidad
amontonadas sobre la mesa del hambre. Allí no entienden eso del
“despilfarro” para permitirles un poco de la dignidad que les
robaron siempre, si nunca participaron de la supuesta “fiesta”
subsidiadora, a la que sí concurrieron quienes se afanan (y afanan)
por convencerlos de ser los responsables de tanto desastre. No
entienden por qué este es el “buen camino”, con tantas piedras
filosas y espinas que soportar bajos sus pies descalzos. No
comprenden los “sueños” que les dicen que “soñamos” para un
“cambio” que los degrada hasta la desaparición.
Algunos
sufren recordando, en medio de tanta falsía televisada, las
advertencias tiradas a la basura del desagradecimiento. Intentan
recuperar las palabras de aviso de entonces, de los dramas que están
sufriendo ahora. Buscan en la memoria los verdaderos despilfarros,
los de las vivencias tiradas al rincón de los odios vanos, de los
desprecios hacia los perseguidos por esta horda de cobardes
gobernantes sin alma.
No
alcanza. No sirve recorrer ese camino de la derrota sin hacerse cargo
de lo mal hecho, de las mentiras aceptadas sin reflexión alguna, de
los votos otorgados sin escuchar más que a sus verdugos, de los
odios revulsivos hacia los (y las) mejores de aquel momento
histórico. Ahora es tiempo de frenar la devastación, pero sabiendo
que fueron sus propias acciones (o inacciones) que permitieron tanto
avance del monstruo que nos tortura con las viejas recetas
hambreadoras.
No
es autoflagelación, sino comprensión de la realidad. Para
cambiarla. Y para “cambiar”, palabra que no podemos permitir que
nos roben los asesinos de las utopías populares. No es la pretensión
del regreso al pasado, sino de la reconstrucción de los proyectos
asumiendo lo virtuoso de ese tiempo, como base generosa para el
presente que ya llega. No se trata solo de odiar a estos profanadores
de las esperanzas, sino de decidir la expulsión definitiva de
nuestras tierras, de esta raza maldita de pretenciosos dueños de las
vidas ajenas.
Todos
saben el final que nos espera cuando estos “chocadores de
calesitas” manejan el Estado. Todos conocen el abismo tantas veces
visitado, del que fuimos rescatados, justamente, por quienes después
son acusados de malandras. Lo que viene es el cambio, el otro, el
diferente, el que culmine de una buena vez con tanto asco reprimido,
con tanta bronca acumulada, con tanta angustia acorralada. Para dejar
de ser, por fin, aquello que pintó como nadie el gran Cátulo: “un
País que está de olvido, siempre gris...”
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