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Hace
132 años, en el “país de la libertad”, decidieron darles una
lección a los temerarios obreros que, pretendiendo acercarse a ser
un poquito menos esclavos, se atrevieron a pedir algo tan sencillo y
lógico como las famosas 8 horas de trabajo. El Poder necesitaba
cortar de cuajo esa pretensión de ser personas por parte de esos
subvertidos del sistema, dándoles una lección que los atemorizara
para emprender futuras andanzas reivindicativas. La “justicia”
actuó como suele hacerlo en estos casos, expeditiva ante los débiles
y solícita frente a los poderosos.
Como
siempre suele suceder, la fuerza de los hechos va construyendo
caminos que terminan por concretar lo que antes parecía imposible.
Pero el Poder se reserva siempre la última palabra, “otorgando”
esos derechos tan reclamados cuando ya no puede sostener el anterior
status quo, pasando a aparentes mejorías que solo son pequeñas
mermas en sus hegemonías.
Un
elemento se presentó, a lo largo de la historia, como imprescindible
para el éxito que logran siempre los dueños de las riquezas: la
división de los oprimidos. Cuando todo parece dirigido a eclosionar
en la unidad, valiéndose de las miserias de muchos dirigentes,
logran fraccionar la voluntad mayoritaria de la fuerza incontenible
de tantos trabajadores, dividiendo los movimientos masivos en
parcelas minoritarias separadas por enconos tan falsos como
improductivos.
También
hoy en día, por esta lejana esquina del Planeta, los poderosos
tienen de su lado a los serviles a sueldo en el ámbito sindical.
Eso, de por sí deplorable, no es más dramático que aquellas
expresiones sectarias de algunos partícipes de esa conjunción que
vulgarmente se autonombra como “la izquierda”, constituída por
buena cantidad de militantes honestamente luchadores y capaces, pero
conducidos por líderes más interesados en demostrar superioridades
intelectuales que en obtener avances hacia esa sociedad por la que
dicen estar empeñados.
Poco
proclives a aceptar la necesidad de una unidad que ya se hace más
que imprescindible ante las inequidades soportadas, sus esfuerzos
discursivos van siempre direccionados a la denostación de los que
consideran sus rivales ideológicos fundamentales que, aunque parezca
absurdo, no son los que matan de hambre, destruyen la economía, la
salud, la educación y el desarrollo. El mayor esfuerzo lo ponen en
denostar a los líderes del movimiento peronista, exacerbando los
errores cometidos por éstos en el ejercicio del Gobierno e ignorando
los enormes avances logrados cuando las bases ideológicas originales
de ese movimiento se aplicó.
No
solo son los grupos de esa izquierda los que se alejan de la
construcción de la imprescindible mayoría. También colaboran los
socios del poder disfrazados de líderes “populares” dentro de lo
que se generaliza como “peronismo”. Traidorzuelos de poca monta,
simpatizantes del neoliberalismo con toques populacheros, visitantes
asiduos de “la embajada” y otros personajes por el estilo,
alimentan el basural de las mentiras con sus propias diatribas contra
los líderes que no soportan, por la impotencia de saberse tan por
debajo de sus capacidades.
Después
de 132 años, el espíritu de los que colgaron a los Mártires de
Chicago parece haberse apoderado de la Casa Rosada. También de los
Tribunales, donde se aplastan los derechos que debieran ser
protegidos más que en cualquier otro sitio. Avanzan como langostas
tragándose el producto de una larga historia de sacrificios
populares y placeres reservados a los herederos eternos del
trastocado orígen nacional.
Y
mientras acumulan sin vergüenzas sus fortunas “of shore”,
observan extasiados como muchos de quienes dicen pretender
conducirnos al final de tantas desgracias, solo trabajan para
demostrar quien es más “revolucionario” (de palabra), ofendiendo
la memoria de quienes sí lo fueron y convirtiéndose en cómplices,
voluntarios o nó, de la vieja costumbre oligárquica de dividir para
reinar.
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