Imagen de "Interlazados" |
Cuando
el Titanic se estaba hundiendo, afloró con prístina claridad la
división de clases que en el Mundo (no solo ese barco de
pantagruélicas dimensiones) existía. Con la transparencia propia de
una burla, habían sido ubicados en los niveles superiores los
magnates y sus adláteres, mientras que, a medida que se descendía
de piso, el nivel socio-económico también se reducía. Todo
dispuesto para que, en caso de una tragedia, solo se salvaran los que
importaban, los dueños de ese mundo donde los pobres solo tienen el
destino de serlo para engordar las arcas de sus patrones.
Ni
siquiera botes y salvavidas tenían dispuestos para los pasajeros de
los “sótanos” navegantes. No hacían falta, porque sus destinos
ya estaban escritos en el diseño mismo del supuesto portento
ingenieril. Eran parte del circo, pero solo como espectadores
arrinconados en la oscuridad de la negación de sus condiciones de
humanos, reservada para los “mejores” y “más importantes”
miembros de la “alta suciedad” (la “u” no es un error).
Nuestro
País es el Titanic del momento. Construída con el sacrificio de
millones de trabajadores a lo largo de dos siglos, terminó manejado
por una runfla de maleantes trasvestidos como políticos “salvadores
de la Patria”. Esta nave gigantesca ha sido chocada varias veces
contra el mismo témpano, invisible para los ojos cegados por el
engaño fácil de promesas ridículas de sus apropiadores.
Al
igual que en el famoso transatlántico, se salvan siempre los mismos.
Son los exclusivos dueños de los botes con que se vuelven a llevar
sus fortunas mal habidas a las guaridas donde jamás entrarán sus
esclavos modernos, simple masa inerme ante el hundimiento repetido de
la nave que se prometió venturosa tantas veces. Como una religión
sin demasiada fe, los pobres aceptan los mandatos de los estafadores,
con la ilusión de parecerse a ellos y sorber un pequeño trago de
sus fortunas sanguinolentas.
Como
Newton lo estableció, todo cae por su propio peso. La ley de
gravedad también provoca la caída de toda la carga de miserias
acumuladas hacia el fondo ennegrecido del Pueblo avasallado. Las
falsas ilusiones se hunden para darle paso a la sensatez y la
reconstrucción de las ideas. Es la paradoja de la luz que emite la
oscuridad en la que se sobrevive sin destino, para alumbrar la salida
del ultraje a la realidad enmascarada.
¡A
los botes!, gritarán los enfermos de codicia ilimitada cuando se
acerque la hora del naufragio final. No sabremos si se referirán a
los que les permitirán mantenerse a flote o los bonos con ese
ridículo nombre que han inventado por estos días, pero intentarán
salvarse para regresar cuando el Pueblo haya reconstruído el
resultado de sus vandalismos recurrentes.
Ese
será el momento de decidir si habremos de aceptar nuevamente
embarcarlos en nuestra única Nave, la que nos ha costado la vida de
generaciones de compatriotas en nombre de sus miserables designios
engañosos. Tal vez sea la oportunidad de dar vuelta este barco del
oprobio, otorgándoles el último de los sótanos, el más oscuro y
recóndito, el que nada tenga, el que haga de sus vidas el más
doloroso de los escarnios, para asegurarnos un futuro que merezca ser
vivido.
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