Imagen de "Copenoa" |
“L'État,
c'est moi”. Así parece que
dijo alguna vez a sus súbditos Luis XIV, allá por 1655, para
reafirmar su poderío frente a ellos. Ni siquiera está claro si lo
dijo de verdad, pero no sería extraño, porque esa era una monarquía
absoluta, donde todo le pertenecía, hasta la vida de cada uno de los
habitantes de su reino. Mucho más acá, por estos días de dólares
vertiginosos y mareos discursivos tratando de justificar lo
imposible, también tenemos una actitud similar del personaje
gobernante de este drama tantas veces puesto en escena a lo largo de
nuestra historia.
Pero..
¿de quién es el Estado? Interesante disyuntiva, de la que pueden
surgir respuestas a tantas tonterías pronunciadas como revelaciones
divinas. El hecho de haber establecido como paradigma de la
construcción social a la “democracia”, entendida ésta como si
fuese la única posible forma de gobierno que pueda existir, ha
terminado por conformar la idea de que el Estado sería la
administración de una Nación, la super-estructura burocrática
imprescindible que sustenta las tareas que hagan posible el
desarrollo individual y social, material y espiritual de sus
habitantes y de las organizaciones que ellos se den para ejercer sus
ciudadanías.
Como
en toda estructura burocrática, se establecen jerarquías, que
determinan poderes relativos en la cadena de acciones que debe
ejercer ese Estado. La forma “democrática” de gobierno hace que
sus máximas autoridades sean “elegidas” por los ciudadanos para
tener a su cargo las decisiones principales, para ordenar a las capas
burocráticas de inferior rango lo que deben hacer para llevar a cabo
los planes que se hayan propuesto como gobierno del Estado. No hay
que perder de vista que, además, no existe un solo Estado (el
Nacional), sino también los provinciales y los municipales, lo que
lo complejiza todo aun más.
Ahora,
ya que nos llenamos la boca con la “mágica” palabra
“democracia”, ¿no es lógico pensar que el verdadero poder del
Estado reside en los ciudadanos? ¿Y no sería, por lo tanto también
razonable, sostener que el Estado somos todos quienes habitamos el
territorio que representa? ¿Y no implicaría eso que la Soberanía
reside, en definitiva, en el Pueblo, esa otra palabra casi desterrada
por imperio de las nuevas formas adoptadas por los usurpadores de
paradigmas?
Demasiado
sencillo para ser real, porque las relaciones de poder que la
historia ha ido conformando en la sociedad supuestamente democrática,
han modificado estos conceptos a conveniencia de los que se
apoderaron de esa super-estructura representativa de la Soberanía
popular. Solo por períodos muy breves se ha podido ejercer la
voluntad más simbólica de los valores que el Pueblo acepta como
propios, por ser constitutivos de los ideales que dieron orígen a la
conformación como tal.
Por
ejemplo: aparece un presidente, o un ministro, o un secretario, y nos
dice, alegremente, que cada uno se tiene que hacer cargo de las
tarifas de los servicios, porque “el Estado no puede seguir
subsidiándolos”. A ver: ¿cómo es eso de que el Estado no puede?
Está bien, se comprende que no puede porque el Estado que ellos
pretenden gobernar, es uno que solo subsidie sus bestiales e
históricos saqueos. Jamás podrían admitir que el Estado, al
representar a todos, debe asegurar con justicia (otra imposibilidad
neoliberal) la distribución de las cargas que haga posible el
funcionamiento de ese aparato burocrático.
Lo
que en verdad no puede (en realidad, no debe) un Estado, es abandonar
a una parte mayoritaria de sus integrantes, de sus sostenedores, de
los electores del Gobierno de ese Estado, en favor de otra parte,
ínfima, insignificante en número, pero la más poderosa
económicamente, lo que la ha transformado en dominante absoluta,
estén o nó a cargo del aparato estatal.
La
solución, no mágica, no fácil, no inmediata (tal vez), tan
sencilla de enunciar y tan difícil de concretar, sería quitarles el
Poder. Es transformar aquel viejo ideal de un Estado al servicio del
desarrollo de todos y cada uno de los habitantes del territorio
nacional que representa, en una realidad sostenida por la voluntad
expresa y activa de quienes han sido los eternos marginados, los
negados de la historia, los auténticos parias en su propia tierra.
Es
hora, entonces, de terminar con la idílica fantasía de una
democracia que nos vendieron en su forma más falsa, donde solo
pueden gobernar los poderosos. Es hora de ser Pueblo de verdad, de
juntar corazones y razones, de construir un camino nuevo, aunque esté
plagado de espinas y piedras arrojadas por los que no se quieren
retirar nunca, obsesivos ladrones de memorias y conciencias, mortales
enemigos de la Patria que jamás reconocieron como propia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario