Imagen de "Trome" |
El
cine norteamericano suele mostrarnos, como parte de la construcción
de sentidos que la dan forma al sistema de dominación cultural,
escenas y relatos donde la venganza directa, el asesinato disfrazado
de légítima defensa, es ejercido y exaltado como método legal para
acabar con el delito. Así, muchas veces observamos como policías
“luchadores por la libertad y las leyes”, torturan, amenazan,
golpean despiadadamente y terminan baleando impúdicamente a sus
perseguidos, todo justificado por la necesidad de salvar a la
“sociedad sana” del desborde delictivo.
Esto,
que no es otra cosa que la proyección de una realidad que a diario
sucede en aquel Imperio, como parte de la construcción de un mundo
donde la violencia es la base de las relaciones in-humanas que
conforman su idiosincrasia, se repite, como copia fiel, en nuestro
País.
Y
acá, como allí, los medios de comunicación son la herramienta
primordial para justificar las aberraciones más atroces cometidas
por las fuerzas de “seguridad” contra los acusados de algún
delito. Esto, siempre y cuando se trate de miembros de los sectores
más empobrecidos de la sociedad. Nunca veremos actos de semejante
injuria ilegal ejercida contra algún poderoso ladrón de guante
blanco, contra un evasor de formidables fortunas, de hambreadores
sistemáticos de millones de ciudadanos sometidos a la miseria del
desempleo.
De
tan justificado por la acción mediática, estos actos de supuesto
“exceso” en el uso de la fuerza que el Estado le otorga a los
miembros de las instituciones creadas para prevenir y combatir el
delito, terminan por parecer “normales”. Forman parte del paisaje
televisivo diario ver cuerpos de supuestos delincuentes tirados en
las calles.
Algunos
de los peores exponentes de esos que se autoerigen como periodistas,
vulgares cloacas vocingleras al servicio de la construcción de una
cultura del odio, aprovechan estos actos aberrantes para soltarse de
las cadenas del raciocinio más elemental y alimentan a los
televidentes obnubilados por el martirio de sus pobrezas materiales y
morales, que observan con placer la muerte de personas de quienes ni
siquiera saben las razones y las circunstancias que les llevaron a
esas situaciones.
“Hay
que terminar con estos delincuentes como sea”, gritan muchos.
“Nosotros vivimos entre rejas y ellos libres”, dicen algunas
señoras gordas, mientras sus niñitos juegan a matarse con
revólveres de juguetes. “Hizo lo que tenía que hacer el policía,
era su vida o la del delincuente”, dicen quienes solo ven lo que el
Poder y sus hipnotizadores de pantallas ensangrentadas les ordenan.
“Queremos
vivir en paz”, se repite hasta el cansancio. La paz de un
gigantesco cementerio, donde no solo se entierran a los muertos por
las balas irracionales de un Estado putrefacto, sino también se
arrojan a la fosa común del fin de la humanidad, los principios
morales, la solidaridad, la razón, la verdad y la justicia. Mientras
desde una pantalla roja se nos da la primicia de que, “por suerte”,
otro delincuente ha sido “abatido”.
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