Cuando
uno habla de Pueblo, sabe de que se trata. Tan claro, como que
quienes pronuncian esa palabra son los que se sienten parte de ese
conglomerado de voluntades diversas, pero contenidas bajo una manta
de idearios que sirve de argamasa para conformar un todo coherente de
deseos, necesidades y esperanzas.
Enfrente, se encuentra “la gente”, sumatoria informe de individuos que desprecian a sus congéneres “populistas” por sus orígenes o por sus intenciones igualitarias, que les resultan insoportables, porque su razón existencial es la diferencia, la pretención de superioridad, la hegemonía de quienes más tienen.
Enfrente, se encuentra “la gente”, sumatoria informe de individuos que desprecian a sus congéneres “populistas” por sus orígenes o por sus intenciones igualitarias, que les resultan insoportables, porque su razón existencial es la diferencia, la pretención de superioridad, la hegemonía de quienes más tienen.
Por
encima de ambos extremos, está el Poder. Pretendidamente
inalcanzable, esta casta corporativa de oligarcas, ceos y
financistas, de historias oscuras y trágicas, se constituye en
operadores de nuestros destinos individuales y sociales, “sobando
el lomo” del Pueblo esperanzado cuando pretende desviar su atención
de lo que debiera ser siempre su derrotero en busca de mejores vidas,
mientras alienta el egocentrismo y el odio antipopular de esa “gente”
de miserables ambiciones y nula solidaridad.
Como
si fueran estancieros palmeando las espaldas de sus peones para
agradecerles su servilismo irritante, así actúan los poderosos
encaramados en la estructura del Estado. No más que esa palmada
obtendran los ilusionados bebedores del derrame que jamás llegará.
Nada más que palos y balas cosecharán los que se atrevan a
protestar cuando el hambre los arrincone contra el muro de la
miseria.
Y
sin embargo, una y otra vez regresan al engaño de creerse invitados
a una fiesta que saben para pocos. Como mariposas de la noche,
revolotean alrededor de la enceguecedora luz mortal del odio que el
Poder les pone enfrente para no dejarles ver la realidad que los
podría liberar del yugo eterno al que se los somete.
Muy
de vez en cuando, tanta quemadura provoca reacciones pensantes,
saltos al territorio de la construcción unitaria de esperanzas
ciertas, apariciones mediante de líderes imprescindibles que se
adelantan a sus tiempos y son capaces de imaginar futuros con más
Pueblo y menos “gente”. En esos casos, se provoca una avalancha
de luchas por derechos que parecían olvidados en la letra muerta de
las leyes que los poderosos dejan siempre al costado de sus caminos
destructivos.
Pero
allí también, en esa esperanza nueva que pareciera abrirse a una
etapa de recuperación popular, aparecen las miserias, los estigmas
sobre dirigentes aplastados por las falsías inventadas por los
medios, los resquemores introducidos en las mentes obtusas de quienes
pretenden ser más de lo que pueden, con “caballos de troya” que
los poderosos saben construir en el imaginario trabajado desde las
pantallas del odio y la desilusión.
Contra
todo eso es la batalla. Contra los enemigos externos, y también
contra el interno, ese que no nos deja volar hacia los sueños que
intentan convencernos que no tenemos derecho a construir.
Construcción que solo puede comenzar por las bases firmes del
convencimiento en las propias fuerzas y en las convicciones que las
sostengan, fruto también de los empeños de grandes hombres y
mujeres que dieron sus vidas por las mismas ideas. A un costado
quedará “la gente”, esa útil herramienta del poder, masa de
fóbicos que solo se atreven a desear la muerte de los líderes que
representen, con lealtad, al objeto de todos sus odios: el Pueblo.
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