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Cuando
se habla de responsabilidades sobre los malos resultados de las
políticas que aplica un gobierno, suele exculparse, en forma
absoluta, a los ciudadanos comunes, esos que se suelen denominar “de
a pie”. Como inocentes párvulos, a los que solo les faltaría el aro
de santos, los habitantes pasan por ser simples engañados por “gente
mala” cuando estallan los (mil veces anunciados) finales de los
planes de destrucción masiva de la economía y la producción, de la
salud y la educación, de la ciencia y la cultura.
Clásica
actitud (sobre todo, pero no solo) del medio pelo (y no solo en
Argentina, sino fijarse en Ecuador y su regresión), mirar para otro
lado cuando ante sus narices se disgregan los beneficios que los
ayudaron a crecer, es la reacción que no por repetida a lo largo de
la historia, deja de asquear. Muchos años despues de los
acontecimientos en cuestión, suelen repetir, como latiguillo
esculpador de sus brutalidades pasadas, que no se dieron cuenta de lo
que estaba sucediendo.
Prendidos
como chuncacos a los beneficios que el Estado les otorga durante los
gobiernos populares, pero jamás reconociéndolos, denostan con
placer supremo a los líderes que les ordenan odiar desde los medios
del Poder al que tanto admiran. Soñadores incansables de status
inalcanzables, disfrazan sus vidas sin moral con una parafernalia
consumista que escuda sus miserables concepciones de una vida de
riquezas supuestas y desden hacia los pobres a los que consideran
menos que humanos.
Parece
haber llegado el momento de reflexionar sobre las culpas. O, si se
quiere ser menos terminante, sobre las responsabilidades. Esas que se
tienen cuando se forma parte de un colectivo social que no es solo un
mero receptor de beneficios o pérdidas. Esas que deben asumirse no
unicamente por los dirigentes, sino también por los dirigidos, en
tanto se consideren algo más que una masa uniforme de ganado.
Es
hora de dejar de hablar con ese dejo de demagogia empobrecedora del
futuro, que resulta de la exculpación permanente de los votantes, de
los aparentemente eternos engañados, de los supuestos idiotas útiles
que serían los pueblos sometidos a las decisiones de los líderes,
sean populares o de la clase dominante. Mucho más en nuestro país,
donde el “cancherismo” forma parte indisoluble de una
personalidad que nos caracteriza ante el Mundo. Esa ya clásica pose
de sabelotodos, de superados, de observadores desde arriba de la
realidad, que parece desaparecer a la hora de determinar
responsabilidades sobre el desarrollo de la Nación.
El
Poder lo descubrió hace mucho y actúa en consecuencia. Los medios
de comunicación trabajan para ello con su mensajes meritocráticos,
destinados a salvaguardar a los “santos exculpados”, mano de obra
consciente del resultado de sus acciones (y lo que es peor, de sus
inacciones), mientras bajos sus pies se derriten las bases que los
sustentan.
Después,
cuando un gobierno popular llega para reconstruir esta Patria que
jamas reconocen como propia, habrán de “olvidar”,
convenientemente para ellos, sus responsabilidades. Y repetirán,
como siempre, que la culpa de todo lo malo es de los malditos
populistas, que se robaron todo.
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