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Hay
una expresión que siempre aparece a la hora de designar a quienes
participan de la actividad política en forma permanente, que forman
parte de instituciones de los distintos ámbitos estatales o
integrantes activos y dirigentes de distinto órden en los partidos y
movimientos políticos. Esa forma de denominarlos es “clase
política”.
Por
fuera del análisis filosófico que se puede hacer sobre la división
de la sociedad en clases, los orígenes de las mismas, sus devenires
históricos y la aceptación o negación que se hace sobre su
existencia real por parte de algunos sectores interesados en ver
forzadamente a los grupos humanos como un todo uniforme, está la
realidad, esa que por más que nos empeñemos en ignorarla o
maquillarla, nos demuestra que las clases existen, nos guste o no.
Después
viene la decisión de como nos paramos frente a esa realidad. Están
los que hablan de lo impostergable de una lucha entre esas clases
para dirimir la supremacía que una de ellas debería ejercer para
encarrilar a la humanidad hacia destinos de igualdad hasta ahora
nunca alcanzados. Están quienes pretenden aglutinar a todas esa
clases, amalgamarlas en un todo barroso e informe que, se supone,
eliminaría todo problema derivado de las diferencias notorias entre
los miembros de esos distintos sectores de intereses y vidas
absolutamente opuestas.
En
esa discusión se introduce esta famosa caracterización de “clase
política”, como si se tratara de un tercero en discordia en la
pelea conceptual por la primacía de la razón para el desarrollo
social, supuesto objetivo que todas las clases tendrían. Pero la
realidad, con su clásica porfiadez, nos hace caer en la fuente de la
sabiduría de los procesos históricos, donde se termina por
demostrar que no existe tal “clase política”, sino simples
representantes, dentro de cada clase, de los intereses que se
pretenden imponer.
El
concepto de “clase política” es una misma bolsa conceptual donde
se introducen a todos los líderes, de cualquier ideología, que el
Poder Real necesita para esconder sus daños permanentes a la
sociedad, escudándose tras las máscaras engañosas de los peores
representantes de la actividad política, impuestos a fuerza del
embrutecimiento de las mayorías populares, a través de los medios
que (no por casualidad) se han convertido en el mismo Poder que
decide todo, incluso nuestros deseos.
Cuando
la sociedad termina sufriendo los estragos económicos, las
inseguridades personales, la falta de desarrollo productivo o el
incumplimiento de las promesas, el Poder se asegurará de generalizar
las culpas hacia la misma “clase política” que gestó para
concretar sus planes, aprovechando para convertir las pasiones de las
clases postergadas en odios hacia sus auténticos líderes, aquellos
que no forman parte de esa inventada clase desclasada.
A
pesar de lo evidente, esta creación sigue generando estupidizados
adherentes a una mentira programada para el fácil dominio por parte
de la clase que se autoerige como la eterna dueña del Poder. Esa
misma de la que pretenden formar parte los politiqueros variopintos
que se ven tan altivos y felices cuando se les menciona como parte de
esa ridícula y perversa “clase política”. Al menos hasta que
sean desechados por la llegada de una nueva camada de traidores.
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