martes, 4 de octubre de 2011

LOS AÑOS SETENTA

Horacio Gonzalez

 

Ahora que los juicios a los responsables del terrorismo estatal siguen su curso, es posible indagar con más profundidad en la condición militante de aquellos años sin temor a que se alimente la cartilla de las derechas. Cómo eran las generaciones militantes de los años 70, años de insurgencias armadas? Las militancias suponen siempre una disyuntiva moral. Algunos textos de épocas anteriores a esos años, como Las manos sucias, de Sartre, pueden introducirnos a esos dilemas. En esta obra de teatro se trataba el tema de qué hacer con un hecho abismal –un asesinato político– cuando ya no lo justifica el armazón argumental desde el que emanó la decisión de matar a alguien. En el caso de esta obra teatral tan conocida, el dirigente contra el que se atentaría (Hoereder) era el secretario general del mismo partido en el que existía una línea interna adversa que procuraba su muerte. Un emisario de la tendencia contraria (Hugo) comete entonces ese acto. Tiempo después, el núcleo político que decidió el hecho revisa sus posiciones y adopta las del dirigente asesinado. Hugo, el asesino, siente el vaciamiento de su acto, convertido en un sinsentido, algo que despojado de razón política se explicaría apenas por sus oscuros dilemas personales.

Sartre quería decir que todos los actos de una persona se resuelven en términos de su propia responsabilidad, con o sin las justificaciones políticas que eventualmente puedan esgrimirse. No obstante, siempre una responsabilidad individual queda envuelta en capas sucesivas de responsabilidades grupales o colectivas. Dilucidar qué corresponde a cada plano es el más importante problema filosófico de la acción política. Por eso, Sartre imaginó la situación en la que se retiraba la responsabilidad colectiva –la de la “época”, la del grupo político, incluyendo sus adherentes periféricos– y quedaba sólo la individual. Hugo dice: “Estoy solo, con un cadáver en la historia.” Sobre este tema, las tramas jurídicas conocidas, mucho más hijas de la tragedia griega que del Derecho Romano, proceden cuando la justificación política queda desvanecida y ha dejado un guijarro irreductible en la historia. Un muerto.
Verdaderamente, nunca se puede actuar como si siguiese vigente una época que sentimos que ya ha corrido su cortinado. Un vago temblor sostiene nuestro juicio, porque ni es posible suprimir las responsabilidades directas ni omitir que estas están entrelazadas a momentos difusos cuyos confines no conocemos o se han desvanecido. Por otra parte, una época entera y no una persona es la que puede disparar un arma valiéndose de esas pobres briznas, las pasiones individuales. Pasiones que finalmente se entrelazan con la misma existencia nacional, y que suelen justificar hechos de violencia fundantes. Siempre el pensamiento colectivo, en el juego de la historia, es superior a los dictámenes y leyes que sin embargo, en la dimensión que les es inherente, poseen también su poder universal.
Así, entre nosotros, el pensar común de un colectivo social se constituyó para repudiar el terrorismo de Estado. Las leyes acompañan o pueden anticiparse, y también convencer luego a los vacilantes. Pero en otro sentido, el pensamiento social general podía no acompañar los hechos armados que excedían lo que una época creía presentar con carácter fundador. Hay un misterio de las leyes: son imprescindibles. Pero cierto punto excedente que se halla en las voluntades políticas y en las memorias vivas de la gente, a veces las amortigua, apaga o les dicta una irresistible suspensión. Las leyes son pensamientos trágicos que se amoldan después al juicio poderoso del sentido común (puede ser un Estado el que lo regule) y lucen con sus saldos establecidos cuando el vértigo de una época extingue su demasía.
Nadie cuestionó el fusilamiento de Liniers, pues enseguida se organizó una leyenda patria que lo incluía como hecho doliente pero necesario. No se podía cuestionar esa piedra fundacional, por más problemática que fuera, pero nadie se jactó de ella. Los pocos críticos póstumos de ese acto –los hubo– reconocieron que su tumba estaba olvidada y que los ejércitos de la independencia pasaban indiferentes por ese paraje cordobés de Cruz Alta.
El film Cenizas y diamantes, de Wajda –de fines de los años cincuenta– es una de las piezas artísticas del siglo XX que trata con más justeza la desolación que provoca la decisión de realizar un atentado político sobre un líder antagónico. En este caso, era el máximo dirigente del Partido Comunista polaco, asesinado por un militante nacionalista (actor: el gran Cibulsky), en medio de escenas en las que el crimen político resalta por su absurdo esencial. No un absurdo político, sino un acto que era desatinado, por más que tuviera una esencia profunda. Se muere bajo un ropaje político, pero gratuitamente. Es la mera condición humana la que ahí aflora como angustia inconfesable, fuera de toda cartilla ideológica de acción. Por algo aquel film es quizás la máxima expresión del existencialismo en la cinematografía de la época.
En La guerra ha terminado, film de Resnais, con guión de Semprún y la actuación de Yves Montand, encontramos también un clima de gran melancolía política. El militante vuelve de su viaje por España con una noticia que para transmitirse no podía sostenerse en los rituales preexistentes. Ya no había condiciones de actuación política tal como la imaginaban los exilados comunistas en Francia. Los años habían pasado, las memorias se deshilachaban y el pegajoso veredicto de la realidad desaconsejaba los ultrismos. El militante –gran trabajo de Yves Montand– sabía que él ya no tenía nada que hacer pero que una y otra vez se reiniciaría la política tocada por la gran fascinación de su irrealidad, por una sed de absoluto. Él quedaba al margen de la historia, pero el film no recomendaba de ninguna manera una actitud de reacomodamiento, subirse otra vez al trencito, de la manera que fuere. Es que siempre, para alguien, o para muchos, una época ha terminado. Las discusiones que suceden cuando la guerra ha terminado ocupan a jurisconsultos y peritos. Una sociedad encuentra su margen de razonabilidad en la vida en común cuando se encamina a condenar lo que la historia trae en su lado de penumbras: el genocidio, el terrorismo estatal, el horror que hiere al sentido heredado de lo humano sin más.
Hacia 1977, la agrupación Montoneros hace cálculos ufanos, quimeras que produce la fuerza irreal del lenguaje ritualizado. Escritos de una organización cercada a un año del golpe de Estado, que saluda a sus muertos, sabe de los crueles métodos de aniquilamiento que están en curso, pero teje alentadoras presunciones, despojadas de la abrumadora realidad de los obstáculos que se alzaban por todos lados. ¿Era tan difícil percibir los escollos exterminadores, o la verdadera percepción surge después, cuando las evidencias extensas de la sangre se imponen sobre el lenguaje profesionalmente etéreo de los comunicados?
Ahora que los juicios a los responsables del terrorismo estatal siguen su curso, es posible indagar con más profundidad en la condición militante de aquellos años sin temor a que se alimente la cartilla de las derechas, que desean su mendrugo de sanciones simétricas para retomar su tarea de denigrar a las militancias políticas del pasado. Tales derechas se basan en hechos notorios sobre los que la época –esa semidiosa casquivana– no acompañó y no podía acompañar con su dádiva. ¿Poseemos un vocabulario adecuado para llegar al núcleo profundo de las decisiones específicas de violencia que un ciclo histórico posterior desautoriza o que ya podían considerarse un acto infortunado en el mismo momento que se ejercían? Para esto es preciso descartar oscuros rituales de revancha y no conceder a equivalencias que diluyan las responsabilidades de los que tomaron verdaderas decisiones exterminadoras en las tinieblas del Estado. Y así, examinar con nuevas éticas rememorativas las ideas sobre la condición humana de la militancia de la época.
Debemos admitir entonces que no hubo en aquella generación hoy denominada setentista, el trabajo con ideas más profundas referidas a la condición humana. Era una nota general de los moldeamientos épicos de la acción política. Basta leer hoy las narraciones de enfrentamientos donde se conmemoraba a los caídos, escritas por los cronistas de los partidos armados, para percibir que se trataba de un juicio unidimensional sobre la voluntad militante. André Malraux había escrito una novela precisamente con ese nombre, La condición humana. A pesar de que fue muy leída en los ambientes de mayor compromiso político, no se extraía de ella una conclusión adecuada. Lo que ahí se quería decir sobre la militancia es que, efectivamente, había un destino ascético en el partisano. Pero era necesario un conocimiento suplementario. Se trataba del elemento trágico del compromiso político, que entre nosotros, pocos de la izquierda o de los hombres armados del peronismo insurgente, tuvieron voluntad de considerar. Apenas la tarea solitaria de León Rozitchner, en la época, sirvió para señalar no tanto la contraparte trágica del hombre épico, sino su incapacidad para acceder a los núcleos contradictorios de la conciencia militante, su madeja íntima desolada o repleta de simbologías atormentadas. Pero la figura del hombre armado, que era la sombra pasmosa de la época, no admitía la cautela filosófica. Eso, entendámoslo.
 En cierto momento, que ya es un capítulo de la historia pasada, la acción armada no se enfocó hacia la zona exterior donde la imaginación política había situado la fuente de los infortunios nacionales, sino que se actuó indirectamente sobre –digamos así– el “enunciador del irredentismo nacional”. El propio Perón, que sumariamente había designado como “sabios y prudentes” a los dirigentes sindicales. No es fácil levantar ahora los hilos sueltos de esta discusión. Pero no se puede afirmar que colectivamente fue apreciado un acto militar “intramuros” que se transformaba en una demasía irreversible. La demasía de los conjurados, aparentemente imperceptible. Pero quedaba expuesta como carente de sabiduría y prudencia. Para una insurgencia, tiene que haber toda clase de razones para la violencia, políticas e históricas, apoyando su “ultima ratio” en la trascendencia justiciera y en la exclusión de toda arrogancia, si es que se porta instrumental beligerante. Virtudes clásicas ignoradas en nombre de conceptos militarizantes referidos a meros correlatos de fuerza. Se desconoció que en los espacios aun más cuestionados de la política nacional o sindical, existían lazos honoríficos, memorias de antiguos ultrajes, no reducibles a relaciones objetivas de dominio. Antes y ahora, la simple expresión “peronismo” revelaba la compleja urdimbre de esa textura asociativa de rememoraciones, cuyo costado legendario, con resonancias en un subsuelo popular colectivo, seguiría por mucho tiempo siendo un misal profano con el que lidiarían los descifradores. 
Las acciones de eliminación personal que un mínimo enfoque historicista hubiera desaconsejado (enfoque que postreramente reclamó Walsh), dejaban a la política sin mediaciones, sobre todo si se carecía de una hipótesis complejizadora de la condición humana. El magnicidio pudo ser así una gramática, una desatinada epistemología. Se lo concebía como un hecho técnico, no trágico, no moral, no incluido en ninguna eticidad, por extrema que fuera. Era la objetividad de la historia sin el auxilio, por brumoso que fuera, de una “condición humana” tomada por la fragilidad esencial de la historia. Los Montoneros, que no se basaban en fórmulas clasistas, se inspiraban en marcaciones imaginarias basadas en una justicia radicalizada, un “de profundis” nacionalista popular. Sabemos hoy que no eran visiones muy alejadas de una mitología de la nación cristiana puesta bajo los ropajes de la nación socialista. El padre Hernán Benítez, fino teólogo, percibía el drama ético político de muchos militantes. El drama de la fragilidad de la historia. De los caídos, fue diciendo: “asesinados por la Nación que no supo comprenderlos”, un acertijo tremendo, y más, proviniendo del confesor de Eva Perón. Formidable paradoja en la que la nación aparecía a la vez como mortífera y comprensiva.
Luego, nadie calculó las dimensiones ilimitadas de vejación que podían tener los actos masivos de tortura y la decisión estatal de descargar cuerpos exánimes en el mar o procurar su desaparición con tecnologías que esencialmente pasaban por una consideración del cuerpo cautivo de los aprisionados, en tanto cuerpos destrozables y nulificables, más allá de todo signo de identidad humana. Aún hoy no se termina de pensar cabalmente el dilema capital por el que atravesó la sociedad argentina, siendo la polémica que originó el filósofo Oscar del Barco con su crítica a la militancia sacrificial, una manifestación extrema de los arduos caminos que recorre el pensamiento crítico para reponer la comprensión de una época sobre sus pies. La generación setentista –si es que esta denominación sigue siendo necesaria– debe ser pensada a partir de la generosidad política que la caracterizó, sin omitir la consideración de sus inadvertencias y extravíos. No tanto la “soberbia armada”, que es fácil decirlo ahora. Sino la cuestión de la condición humana puesta como rígido tejido de modelos de epopeya y el ser político puesto como un sujeto de emancipación, aunque eximido de nociones como autoexamen, íntima fragilidad de los actos o cavilada responsabilidad sobre los hechos. Lo mortífero, lo inmolatorio y el suplicio final ocurrieron sobre cuerpos desdichados. Pero ocurrieron también en torno a cuerpos sin filosofía y filosofías sin sujeto. A nadie se impugna diciendo esto. Pero a la distancia, estas dolorosas omisiones deben mencionarse.  
De la manera que sea, hay una respetabilidad a guardar sobre lo que constituyó la moral general del cuerpo de militantes de la época. Pero no se trata de tomarlos en el rastro lineal de una hipótesis de continuidad ejemplar. Son otra cosa, yacimientos vitales de nuestra memoria, leños que no terminan de arder, aquello en lo que creemos sin acabar de delinearse completamente el contorno precioso de lo que hoy debería decirse. Hay algo endurecido, aún calloso, en el lenguaje que usamos para referirnos a ellos así sea devocionalmente. No debería ser así, pues nos siguen interrogando en nuestra remisa actitud de no atinar muchas veces a decir algo nuevo. Por eso, la sola “investigación periodística”, que demasiadas veces habla con tecnicismos operativos y metáforas de fuerza tomadas de la misma materia que investiga, no es el camino para pensar aquellos actos armados, sus conmovedoras certezas, sus trágicos errores y la necesaria crítica que sepa no abandonar lo que aún repica de aquellas voces setentistas. Sólo que decirles así ya es impropio. Escucharlas de otra manera es quizás poder dar luego otro paso, que es decir (o explicar, o reconvenir, o enmendar) lo que en su momento ellas no pudieron. Puede ser la irrecusable pero serena tarea nuestra. 

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