Imágen de "Diario Popular" |
Por
Roberto Marra
Cada
año, en los metros finales de la carrera del tiempo convenido para
cambiar de almanaque, se desarrolla el lugar común de los buenos
deseos, con expresiones que, sentidas de verdad o elaboradas por la
hipocresía especuladora, son insoslayables compañeras de
conversaciones y despedidas. Arbolitos, luces intermitentes,
guirnaldas y papás noeles tratan de estimular los sentidos para
atraer los últimos billetes a las alicaídas arcas comerciales,
mientras las personas van y vienen en busca de las pequeñas alegrías
de los regalos.
Más
y más pibes y pibas sin destino se cruzan por el camino atiborrado
de ciegos de desgracias ajenas, ocultadores de miradas a la evidencia
de sus responsabilidades ciudadanas, “muestras gratis” de una
sociedad alienada por la pobreza y la inequidad, construída a la
medida de los intereses que fabrican la miseria y la sostienen con la
perversión de los obscenos objetivos de acumulación de riquezas,
invariablemente, mal habidas.
Por
las pantallas de las mentiras programadas, la “felicidad” se ha
convertido solo en una palabra falsificadora de sentimientos que
jamás tienen los sonrientes conductores de noticieros sin noticias,
esos vulgares difusores de chismes elaborados para la distracción de
una realidad que se oculta desde el poder que les paga con creces sus
complicidades, hartando con sus jingles navideños, sus imágenes de
nevadas, trineos y renos imposibles y de barbudos vestidos de rojo
cocacola.
Un
disfrazado de papá noel hace como que levanta una copa que no le
dieron, para brindar con el presidente de la Nación, que solo parece
disfrazado de tal, incapaz de articular una expresión de deseos
reales de felicidad ajena, inmotivado por la miseria que crea y
sostiene con el ahínco de sus desatinos financieros, siempre listo
para vacacionar de su inactividad permanente, rodeado de engreídos y
chupamedias, asaltando su último año en el lugar que tantos
millones de embrutecidos le dieron.
“Fiera
venganza la del tiempo” dice Discépolo en uno de sus temas. Y esa
parece ser la cuestión. El tiempo se está vengando de tanto
desatino, de tanto olvido, de tanto odio irrazonado. Nos arrincona
cada año para arrancar la hoja de un almanaque gatopardista, que
solo acelera la caída hacia un destino fabricado a medida del
imperio y sus lacayos, el final de los últimos sobrevivientes de
este naufragio programado, el hundimiento de la esperanza en esa
felicidad expresada en cada encuentro findeañero.
Será
cosa, como dice el gran Discepolín, de “emborracharse bien”, de
“mamarse bien mamao”, pero con las viejas y mejores utopías,
para pensar, para encender de nuevo el fuego de la rebeldía y la
pasión, para reconstruir la razón y la solidaridad perdidas detrás
de los extravíos enceguecedores, para recobrar el sentido de Pueblo
abandonado por seguir la fantasía de la salvación individual.
Entonces sí, los brindis podrán ser de nuevo por la alegría de una
esperanza que deje de ser un sueño imposible y la felicidad una
palabra vacía de un fin de año sin futuro.
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