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Supongamos
que usted fue abandonado por sus progenitores al nacer. Supongamos
que alguien lo recoge, lo alimenta, atiende su salud, lo educa. Más
tarde le brinda la posibilidad de trabajar, de formar una familia
propia, asegurando también los mismos beneficios que le fueron
otorgados a usted, pero mejorados. Además, le otorga el acceso a
créditos para comprar su vivienda y su auto, lo premia con
vacaciones anuales y le asegura un camino hacia una jubilación
digna. Entonces, como extraña recompensa hacia semejantes actos de
solidaridad para sacarlo de su abandono originario, a usted no se le
ocurre otra cosa que pedir ¡la cárcel! para su benefactor.
¿Qué
recóndito sector de su cerebro lo hace actuar así? ¿Cuál es la
razón que lo impulsa a odiar a quien tanto lo ayudó? ¿Cómo puede
haber convertido tanto amor en semejante odio incomprensible?
Son
preguntas aplicables perfectamente a los millones de beneficiados
durante el Gobierno Popular que antecedió al del ultrajante
presente, que recibieron tanto o más que esa breve descripción
personalizada del comienzo. Son las dudas inexplicables generadas por
quienes le tienden una trampa que usted pisa con la satisfacción
propia de los ignorantes, aun sin serlo. Es el gusto indefendible por
ser lo que no será nunca, por formar parte de colectivos que lo
desprecian, pero lo utilizan para su propia futura desgracia.
Después
de un tiempo, avanzado el proceso de degradación que sus ídolos del
barro politiquero han preparado para “robarse todo”, pero esta
vez, de verdad, usted se negara a reconocer su error, con la repetida
falsía de que “son todos iguales”. Sin admitir jamás la
imposibilidad fáctica del “robo de un presupuesto”, sin
reconocer uno solo de los logros como originados en quienes tomaron
decisiones que los hicieron posibles, sin aceptar nunca la debilidad
de haber recibido las mentiras mediáticas como verdades absolutas,
usted saldrá a protestar por los aumentos de las tarifas, simple
punta del iceberg de las desgracias que le deparan los viejos
salvadores de la patria... financiera.
El
culto a la zanahoria debiera ser convertido en religión. El absurdo
paganismo de seguir ideas insensatas, basadas solo en las miserables
pretensiones hegemónicas de los poderosos de siempre, lo ha
convertido en eso que se suele llamar “carne de cañón”. Un
cañón desvencijado que regresa para escupirlo cada vez con más
fuerza de un sistema que nunca lo contendrá, porque está hecho para
expulsarlo.
Ahora,
otra vez desamparado, en la calle del destino fatal del que fuera
rescatado por aquellos solidarios que tanto detesta, ahora grita sus
pobrezas y sus miedos ante la mismas cámaras que antes lo tuvieron
delante exigiendo la cárcel para quien lo cobijó. Con la brutalidad
propia de quien teme tanto a lo desconocido que prefiere odiarlo, no
ve que, en realidad, está frente a la repetición de aquel pasado
que lo abandonó en la puerta de una esperanza que nunca comprendió.
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