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Cuando hablamos de “discapacidad”, generalmente la entendemos
como la limitación de alguna función física, mental, intelectual o sensorial,
que afecta a un individuo en su relación con el resto de la sociedad. Cuando
decimos “incapacidad”, manifestamos la falta absoluta de esas capacidades o
funciones.
No se ve, en esas definiciones, una posible carencia
fundamental. Una disminución o inexistencia que puede provocar tanto daño, o
más, que toda otra discapacidad o incapacidad, pero no a la persona que la
manifiesta, sino a quienes dependen de ella. Es la que remite al alma, esa palabra
que simboliza, en general, el principio que cimienta nuestra condición de mejores
seres humanos.
Esa incapacidad espiritual se manifiesta a medida que las
personas se alejan de los más básicos principios que debieran regir la
convivencia en una sociedad. Se transforma en la manifestación más clara de un
conjunto de desvalorizaciones hacia sus congéneres por parte de estos ineptos
sociales que, lejos de provocar sentimientos de tristeza o dolor por ellos, se
traduce en enconos o resentimientos que sus actitudes y acciones provocan en el
resto de la sociedad.
Estos personajes, cuando ocupan poderes administrativos dentro
del Estado, se asumen también como superiores al resto de los ciudadanos, que
estarán ahora dependiendo de sus decisiones desalmadas y, por consecuencia,
perversas. Tampoco resulta casual que, en la abrumadora mayoría de los casos, a
medida que aumenta el poder económico de los individuos por sobre los demás, se
acentúa la perdida de esa capacidad humana básica del alma.
Así estamos ahora, en manos de esos individuos incapacitados
de almas, pero sagaces constructores de paradigmas, tan falsos como efectivos generadores
de discapacidades espirituales en las masas, convencidas a fuerza de tramposos mensajes
de otros desalmados asociados, que son quienes comandan los medios de
comunicación.
El cóctel repugnante de pobreza y decadencia social está
servido. La runfla de mafiosos empoderados por sus propias víctimas, asumen la
quita de derechos como necesidad imprescindible para sus desalmados propósitos
de acumulación de fortunas y poder. Arrastradas hacia la miseria por estos
perversos sin esencia humana, millones de personas, sin importar sus capacidades
físicas o intelectuales, sin embargo, tarde o temprano descubrirán que son
invencibles cuando asuman el poder que les da la capacidad que sus enemigos no
tienen: el alma.
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