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La ciudad es una de las más
importantes expresiones culturales de la humanidad. Se ha constituido, después
de miles de años, en arquetipo de una sociedad donde las interrelaciones son el
fundamento de la vida. La convivencia social resulta siempre uno de los
argumentos más trillados a la hora de resaltar el valor intrínseco que posee la
urbanización concentrada en grandes conglomerados.
Las ciudades pueden verse también
como organismos vivos, que mutan permanentemente por las modificaciones
derivadas de los cambios tecnológicos pero, sobre todo, por las variaciones en
las relaciones humanas que son, a su vez, producto de los predominios de uno u
otro paradigma de desarrollo socio-económico.
Dentro de las ciudades, a lo largo de
sus historias, sus habitantes van conformando una idiosincrasia propia, que
termina definiendo culturalmente a cada urbe, a través de sus manifestaciones
materiales e inmateriales. La arquitectura es, sin dudas, la más clara de esas
expresiones. Pero lo que en esos edificios se desarrolla, también lo es.
Sin embargo, derivado del propio
sistema capitalista que impulsó el desarrollo urbano, los gobiernos de esas
ciudades suelen ignorarlo, por imperio de conveniencias de quienes dominan
económicamente sus destinos. Entonces es cuando la construcción cultural
desarrollada a lo largo de mucho tiempo, termina derribada, literalmente, para
imponer una nueva cultura, que ya no será obra de todos sus habitantes, sino de
pequeños grupos de poder interesados solo en sus egoístas intereses
sectoriales.
La ciudad de Rosario es un ejemplo
claro de esto. Varias veces, a lo largo
de su historia, ha sido castigada con el avance de la piqueta del supuesto
desarrollo urbano, producto de lo cual desaparecieron centenares de
manifestaciones de la cultura arquitectónica generada por sus habitantes. Peor
aún resulta cuando esos edificios eran la base de expresiones artísticas que
daban especial carácter a determinados sitios o proveían al reconocimiento
fuera de la propia ciudad.
El último ejemplo (por ahora) es el
famoso Bar Olimpo, atacado por supuestos “ruidos molestos”, falsía de la que se
valieron los enemigos de la identidad colectiva, para trazar el destino de
escombros del edificio que sirvió, durante décadas, para producir cultura y
simbolizar, en una esquina, la historia artística de la ciudad.
Pronto veremos allí un monótono
edificio de supuesta modernidad. Bajo sus cimientos habrán enterrado miles de
historias de artistas y parroquianos, que ya no producirán ruidos molestos,
pero harán avergonzar a quienes, en nombre de sus conveniencias, destruyeron la
oportunidad de reparar tantas otras muertes edilicias festejadas como un
progreso que es, en realidad, un retroceso hacia un futuro sin historia.
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