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La mujer en el umbral pidiendo trabajo, la nena que nos
quiere vender pañuelitos, las familias enteras en un carro desvencijado
revolviendo los contenedores de basura, los pibes que se arrojan sobre los
parabrisas para limpiarlos a cambio de moneditas, las madres tiradas en el piso
de una vereda sucia pidiendo mientras amamanta a su bebé, el anciano que casi
no puede caminar rogando ayuda en un semáforo, la nena que toca los timbres
para preguntar si tienen algo para comer, los chiquitos que se cuelgan de los
colectivos, el emborrachado en silla de ruedas envuelto en sus hedores, los
adolescentes con miradas perdidas en las esquinas de los barrios miserables, el
hombre con su bolsita y su bicicleta recorriendo obras en construcción para
pedir una changa, los pies descalzos de chiquitos en invierno, las calles
embarradas de las villas de lata, las colas de jubilados por una bolsa con
comida. Son los invisibles, los negados, los desarrapados de la historia, los
que parece que no merecieran ni siquiera la mirada de los otros, los que, al
parecer, son lo que son por sus únicas culpas.
La sociedad “bien habida”, la de los invisibilizadores, los
negadores, los desarrapadores, los que no miran, los que no sienten culpas, los
descartadores, esos siguen sus caminos de vergüenzas escondidas tras sus
inmoralidades a flor de piel. Disimulan sus impudicias con donaciones de
paquetes de polentas vencidas a los inundados, se regodean de admiración por los
millonarios que exhiben sus riquezas en obscenas parodias de almuerzos
televisivos, participan de maratones para promover ayudas que nunca llegan a
los necesitados, organizan marchas de antorchas que oscurecen las verdades que
construyen con sus egoísmos.
La repetición de la historia de la miseria parece no tener
la posibilidad de finalizar. Se ha transformado en una especie de espiral de
olvido y ceguera que profundiza el abismo que separa la vida de la sub-vida,
esa que solo sirve para permanecer un tiempo sobre la tierra, sin destino y sin
derechos. Detrás de esa sucia historia está el Poder. Construido en base a la
muerte y el desprecio, se pasea orondo desde siempre, acostumbrando a las
mayorías a un sufrimiento que ya casi parece normal.
Es la normalidad de quienes nos avisan, desde las pantallas
de las mentiras, que todo está yendo bien, aunque estemos cada vez peor. Es la
costumbre asumida como verdad absoluta, para tranquilizar las conciencias que
sabemos mugrientas por tantas repugnantes realidades que se esconden en las
guaridas más oscuras de la sociedad. Es la persecución a la rebeldía apenas
asomada, apaleada a destajo por energúmenos con uniformes, brazo armado de una
justicia que solo sirve a quienes la manejan a su antojo.
Cuesta encontrar la salida, cuando por toda respuesta a los
reclamos hay balas, cuando las definiciones de la realidad emergen de ignorantes
con micrófonos, cuando la conducción económica está en manos de quienes tuercen
las razones y la lógica con sus propios intereses de clase, adueñados de un
Estado que incumple cada una de sus funciones, con el único objetivo de
alimentar las fortunas guarecidas en lejanos paraísos fiscales de los
millonarios devenidos funcionarios.
A pesar de tantos pesares, la dignidad se abre paso entre el
estiércol del abandono y la injusticia. Los sueños nunca parecen ser derrotados
del todo y alimentan la esperanza de quienes todavía mantienen la capacidad de
razonamiento alejada de las brutalidades mediáticas, buscando la salvación de
la mujer del umbral, la nena de los pañuelitos, las familias de la basura, los
pibes de los parabrisas, el anciano de los semáforos, la nena de los timbres, el albañil que busca
changas, los jubilados de la cola y tantos otros seres humanos arrojados a la
miseria material y la oscuridad espiritual, incluso hasta la negación de sus
propias existencias.
“¿De donde saldrá el
martillo verdugo de esta cadena?” decía Miguel Hernández en su sublime
poema “El niño yuntero”. Y se
respondía con la razón más simple e incontrastable: “Que salga del corazón, de los
hombre jornaleros, que antes de ser hombres son y han sido niños yunteros.”
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