Por
Roberto Marra
En
“El fantasma de Canterville”, cuento del extraordinario escritor
irlandes Oscar Wilde, una familia estadounidense se muda al castillo
de Canterville, en la campiña inglesa. Al comprarlo, su dueño les
advierte de la presencia de un fantasma desde hacía trescientos
años, el de Sir Canterville, antiguo propietario del cual es su
descendiente, quien permanecía como espectro en el lugar después de
haber asesinado a su esposa. Pero el nuevo propietario desoye esas
advertencias y, mudado allí con toda su familia, toda ella termina
ignorando y burlándose de cada una de las manifestaciones de ese
sufrido fantasma, lo que lo lleva a éste a una profunda depresión y
termina, por fin, muriendo en forma definitiva con la ayuda de una de
las hijas del nuevo dueño del lugar.
Es
nuestro propio “fantasma de Canterville”, que no deja de aparecer
y desaparecer, trayendo siempre amenazas y obscenas opiniones sobre
su paradigma del odio, el “kirchnerismo” y, más precisamente,
Cristina Fernández. Tal como aquel del fabuloso relato del
inigualable dramaturgo, este fantasma se mueve a nuestro alrededor
sin poder hacernos sentir más que molestias derivadas del olor a
política muerta, a ideas putrefactas y expresiones rayanas con el
ridículo.
Alguien
lo elevó a las alturas de un estadista porque, dijeron, supo llevar
“firmes” las riendas de ese complejo período. Olvidaron que,
para llegar a hacerse del cargo, confabuló junto a otros similares
politiqueros, de escaso patriotismo, para eliminar del camino a quien
pudiera animarse contra la embajada “amiga” y sus decisiones
tajantes de un “consenso washingtoniano” que sigue aún marcando
nuestros destinos.
Ahora
vuelve a pasearse por las “habitaciones” preferidas de lo que
parece ser su “Canterville” preferido, los sets televisivos del
Poder magnetista, haciendo las veces de “opositor serio”,
categoría que involucra a toda clase de traidores ideológicos y
conniventes previos de la runfla envenenadora (real) que nos
gobierna. Allí continúa su ireductible avasallamiento de la verdad,
con visiones apocalípticas del gobierno anterior y “responsables”
críticas al actual.
Sin
embargo, hay una diferencia fundamental con el fantasmal protagonista
del cuento. Éste no se deprime nunca. No puede hacerlo, porque su
perversión es la condición que lo aleja de ese posible estado de
las personas (y los fantasmas) de sentimientos nobles. Es perversa su
burlona forma de expresarse, que deja traslucir un profundo desprecio
hacia los demás, manifestando exactamente lo contrario de lo que
piensa, tratando de endulzar el oído de los desprevenidos y asegurar
la voluntad de la “manada” odiadora, que acepta sus diatribas
para justificar sus sentimientos sin argumentos.
Seguirá
transitando los espacios mediáticos con sus quejumbrosas injurias,
alabando sus propias miserias morales, tratando de atravesar sus
repetidos palos en la rueda de la historia, inundando de invectivas
la honra de los auténticos líderes, malversando el uso de la
palabra “peronismo”, deshonrando su pasado y orientado a
enflaquecer su futuro. Pero no tendrá éxito alguno. Continuará
siendo ignorado por las mayorías y, al igual que aquel desgraciado
Sir Canterville, se irá de este Mundo solo para cumplir con el peor
de los destinos de un ser humano: el olvido popular.
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