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Por
Roberto Marra
La
subjetividad de quien opina, surge inexorablemente a través de lo
que exprese el individuo en cuestión. El cuento de la objetividad
del periodismo solo puede aceptarse masivamente como real, como
tantas veces sucede, tal vez porque simplemente el receptor anhela
escuchar o leer lo que le dicen, dejando de lado la realidad que ve y
siente de verdad, para vivir en un universo paralelo donde se cumplan
sus deseos, aun aquellos que manifiesten las peores degradaciones
morales que se puedan alcanzar.
Uno
de los temas donde más se nota la incongruencia entre la realidad y
la expresión periodística es en el de la política internacional,
la geopolítica o las relaciones entre estados soberanos (o
supuestamente soberanos). Esta particularidad resulta más
preocupante, cuando quienes ofician de comunicadores son medios que
manifiestan posiciones ideológicas que se suelen denominar
“progresistas”, simplificación que nos permite pensar que, al
menos, este periodismo no parece ser un simple eslabón más en la
cadena de falsedades mediáticas hegemonizadas.
Cuando
se producen hechos como los que vienen sucediendo en Nicaragua, o
como los que acontecieron en forma similar en Venezuela, con mucha
violencia desatada en las calles, se ven inmediatamente las peores
miserias periodísticas de estos “comunicadores progresistas”,
que no logran desprenderse de los estigmas elaborados por el imperio
para el consumo fácil de las masas idiotizadas con miradas cortas y
odios sin sentido.
Con
la automaticidad que da la auténtica adhesión ideológica, no la
puesta en escena de sus supuestos “progresismos”, dicen lo mismo
que los genuinos representantes del imperio en cuestión, soldados a
sueldo (muy altos) que objetivan lo inexistente y aseguran lo
invisible como real. Peores que éstos, además de asegurar lo que no
pueden comprobar, e incluso lo que está probado como contrario,
pretenden elevarse a las alturas de una visión emancipada de
influencias ideológicas, lo cual los hace caer, justamente, en sus
antípodas.
Utilizan
la palabra “violencia” para tapar una compleja realidad, que no
comprenden ni investigan más que a través de agencias periodísticas
del imperio, dejando de lado la historia que arrastra tras de sí
semejante estadío político y social en esas naciones. Resumen todo
en una palabra, “democracia”, tras de la cual encausan sus
diatribas contra “el régimen”, tal como suelen denominar a los
gobiernos de esos países hermanos.
Ignoran,
a sabiendas, los orígenes de esas acciones violentas. Saben, pero
callan o manipulan, las verdaderas intenciones escondidas tras de
esas aparatosas y crueles manifestaciones de odio irracional vendido
como “lucha patriótica”. Silencian las opiniones de otros
actores de los hechos, oscurecen la verdad con medias tintas y opacan
los escenarios para que no se puedan ver los titiriteros imperiales
detrás de las bambalinas de las balas y las bombas.
No
se les pide mentir para proteger a los gobiernos populares que
cometan errores o desviaciones peligrosas de sus objetivos
primigenios. No es cuestión de ensalzar cualquier acto de sus
líderes, sino de defender los avances económicos, sociales y
culturales que se hubieran logrado hasta el momento, atesorarlos en
la conciencia popular e impedir su degradación para que no termine
sirviendo a los intereses del enemigo oligárquico local,
invariablemente asociados a los del imperio.
Se
trata sí, de impedir que la ridícula “objetividad”, esa con la
que pintan realidades tan falsas como sus ideologías, termine por
envolver a las mayorías populares de nuestros países, atrapándolas
en la telaraña de sus autodestrucciones para retrasar aún más sus
liberaciones. No de los errores de sus gobiernos soberanos, sino de
los auténticos responsables históricos de sus desgracias.
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