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Una
población de mendigos. Eso es lo que se está construyendo. Hacia
ese destino caminamos, aplastados con la carga de las miserias
acumuladas (de las materiales y de las otras). Azotados por el látigo
invisible de la pobreza extrema, condenados a andar de rodillas para
sobrevivir, transformados en un ejército de indigentes con la
súplica como única arma, desandamos los prodigios alcanzados como
Pueblo empoderado hasta no hace mucho, para terminar estirando los
brazos para recibir la dádiva de un mendrugo.
Como
en una novela del genial Dickens, centenares de niños pordioseros
andan como fantasmas de lo que pudieron ser, rogando monedas,
limpiando los cristales del desprecio sobre ruedas, convertidos en
solitarios reductos de tristezas infinitas y deseos tan sencillos
como ser solo eso, niños. Sus padres no le van en zaga a sus
desgracias, como originarios portadores del estigma limosnero que los
perseguirá para siempre.
Hombres
acostumbrados al rigor de las madrugadas para abrir su taller o su
comercio, esperando felices la llegada de los clientes-amigos que le
proporcionaban el pan de cada día, ahora tiritan en la cola de la
entrega asqueante del alimento dadivoso como único recurso para
mantener con vida a sus familias. Obreros y obreras de alegres
retornos a los hogares de cocinas calientes y manjares populares,
ahora caminan con las cabezas agachadas frente a la ruina de la
vergüenza alimentaria.
Por
las calles transitan veloces los que todavía no cayeron en el vacío
existencial de los que ya casi nada tienen. Algunos pasan altivos y
soberbios, creyendo formar parte del montón de apátridas que
originaron el horror social que no quieren ver. Otros lo hacen
desesperados, viendo cada vez más cerca el final de sus días de
gloria consumista, apretados entre las exigencias de los gerentes de
los bancos y el status que se resisten a perder.
No
demasiado lejos (pero muy alejados de los sufrimientos), los
ganadores de siempre continúan elaborando planes de destrucción
masiva del bienestar popular. Traman nuevas y contundentes medidas
para “combatir la pobreza”, con la compra de pertrechos para
apalear a los pobres que pudieran rebelarse por tanta injusticia.
Sus
intereses están bien custodiados por la maquinaria mediática de
convencer incautos, fabricante de odios y rencores, delirante
mecanismo generador de caceroleos republicanistas y extorsiones a
jueces amorales, asegurando dictámenes encarceladores y
oscurecimiento de la realidad, envuelta en una telaraña caprichosa
de interpretaciones ilegales.
Volvamos
a los brazos estirados para recibir el pan. Regresemos a la vergüenza
de la pobreza convertida en paradigma de una sociedad ciega.
Ubiquémonos ante la mirada desesperada de quien perdió todo, hasta
su orgullo, por el capricho estúpido de millones de distraídos con
las lucecitas brillantes de las promesas vacías, que una y otra vez
les pusieron ante sus ojos que siguen sin ver.
He
allí el orígen vergonzante de tanto dolor popular, de tanto camino
desandado, de semejante abandono de la razón. Las culpas siempre
estarán en los malditos reproductores de pobrezas y miserias para su
propios beneficios y los de sus imperios amados. Pero las
responsabilidades corren también por cuenta de aquellos que se
negaron a aceptar que la dignidad de un Pueblo es algo demasiado
importante para dejarla en manos de una repetida, peligrosa y
camuflada banda de saqueadores de nuestra historia. Y de nuestros
panes.
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