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Comenzó
su carrera en la petrolera Esso, en el menemismo estuvo a cargo de
las inversiones extranjeras en el Ministerio de Economía, fue
gerente general de la ANSES (donde fue acusado por administración
fraudulenta y peculado) y luego director del FONCAP (donde fue
investigado por el delito de defraudación de la administración
pública). Más tarde fue jefe de campaña de la fórmula perdedora
Eduardo Duhalde-Ramón Ortega en 1999, y bajo el gobierno de la
Alianza fue interventor del PAMI (cuando le negó la ayuda financiera
al Dr. René Favaloro), presidente del Instituto de Previsión Social
de la Provincia de Buenos Aires con Ruckauf y director general de la
DGI (Dirección General Impositiva).
Hubo,
entre sus antepasados, quienes actuaron como embajadores en París,
cancilleres, presidentes del Jockey Club, dueños de diarios y
ferrocarriles, y otros cargos altisonantes. Uno de ellos, Procurador
de la Nación entre 1923 y 1935, firmó la resolución que justificó
la “legalidad” del golpe de estado de Uriburu en 1930. Todos su
árbol genealógico se nutre de apellidos “ilustres” de las
familias más encumbradas de la oligarquía argentina.
Con
semejantes antecedentes, no puede extrañar que Horacio Rodríguez
Larreta haya dicho lo que dijo sobre el sistema que propone para
terminar con la suciedad alrededor de los contenedores, reunido con
ese tipo de “vecinos” que tanto aprecian a gobernantes de mano
dura, añorantes de tiempos de bayonetas y balazos impiadosos, de
torturas escondidas en campos de concentración mientras ellos “nunca
se dieron cuenta” de lo que pasaba.
La
propuesta, contundente, eficaz, terminante, fue... no tirar los
cartones para que no haya más cartoneros. ¡Qué elegancia verbal,
qué sintaxis tan rotunda! Un verdadero sinceramiento de su prosapia
oligárquica, base de su desprecio por los que hizo caer del mapa de
una Argentina de la que, junto a otros especímenes de su mismo
orígen, se creen dueños absolutos.
Se
trata de un falso “estadista” sin pelos y menos vergüenza,
hacedor de una Buenos Aires preparada para el “mercado”
turístico, abandonante de cualquier acción que genere algún tipo
de inclusión social, destructor de identidades barriales, conspicuo
cómplice de cuanta depredación haga su símil nacional en la
Rosada, eliminador de derechos de los ciudadanos empobrecidos y
exaltador de privilegios para sus amigos y socios, siempre presentes
en licitaciones amañadas o en entregas a escondidas de negociados
espúrios de obras faraónicas.
Con
el desprecio a flor de piel, con la mentira preparada por asesores
sin escrúpulos, con horizontes creídos de mayores poderes,
transcurren (¿o debiera decirse “curran”?) sus días de “gloria”
institucional, construyendo bicisendas, colocando semáforos,
arrancando árboles y deshaciendo la historia construída de una
Ciudad atrapada en una telaraña vehicular sin límites, inaugurando
alguna perdida estación del Subte o un centenar de metros de los
kilómetros prometidos, mientras apaléa a los metrodelegados y
compra vagones de descarte más anchos que los túneles, a precios de
primer mundo.
Hábil
para los negocios y la renta fáciles, especulador permanente de
armados politiqueros sin otro objetivo que su perduración en el
cargo o el sueño de reemplazar a su símil nacional en el sillón
que recuerda al primer endeudador nacional, pasa por la gestión
emitiendo este tipo de expresiones a sabiendas del idioma que
entiende y espera la mayoría de la población “de bien” de
Buenos Aires.
Esa
misma que, con cacerolas que nunca aprendieron a usar, se encargó de
falsificar la historia y apurar la llegada del oligarca que propuso,
por fin, terminar con los cartoneros, los villeros y cuanto espécimen
oscuro se atreva a asolar la armonía de sus calles, aun a costa de
mancharlas con la sangre bienvenida de quienes solo admiten como sus
esclavos.
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