Esa
noche casi ni durmió. Cerraba los ojos para intentar relajarse, pero
no podía. Daba vueltas y vueltas sin encontrar comodidad nunca,
mientras pasaban la horas. Antes que sonara el despertador, ya estaba
en pie. Se duchó, se puso el buzo y esperó que los demás
despertaran. No tardaron tanto, porque no había sido demasiado
diferente que la suya la noche, para ellos.
Fueron
al comedor a desayunar, mientras se cruzaban algunas pocas palabras.
Con bromas intentaron distenderse, mientras tragaban nerviosos los
alimentos. Después, para esperar la hora de salida, la mayoría fue
al salón de juegos. Él prefirió caminar solo por el campo de juego
que había cerca de las habitaciones, bajo un amanecer tibio, con el
sol todavía detrás de los árboles que rodeaba el hotel.
Mientras
andaba sobre el césped húmedo por el rocío matinal, comenzó a
recordar cada palabra del entrenador. Imágenes de pizarrones con las
tácticas de juego, videos de los partidos de los rivales, charlas
grupales entre los que se disputaban el mismo puesto en el equipo,
todo daba vueltas en el carrousel del pensamiento fijo que lo
atormentaba: ¿sería capaz de cumplir con todo lo que se le pedía?
¿estaría a la altura de las necesidades?
Rememoró
aquel día, que le pareció tan lejano, cuando el técnico le dijo el
ansiado: -entrá vos ahora, pibe- Allí empezó la ilusión. Ahora
estaba frente a ese momento que lo mantuvo esperanzado tantos años,
casi desde que puso sus pies a andar en el piso de tierra del
ranchito que lo vio llegar a este mundo. En medio de la pobreza, supo
de noches de matecocido y pan como único alimento. Las zapatillas
raídas le acompañaron en su paso por la escuela donde lo cubrieron
con el saber que armó sus deseos de vidas mejores.
Enseguida
se destacó entre los compañeros por su habilidad con la pelota, y
el maestro fue quien lo llevó hasta el club donde se ganó enseguida
la confianza de todos, luciéndose frente a cualquier rival. No se
olvidó nunca de su entrenador de entonces, que fue quien lo acompañó
a la ciudad para probarse en el primer club grande. Su talento hizo
el resto, llevándose por delante el futuro a fuerza de goles y pases
casi mágicos.
Su
sueño ya estaba cumplido, creyó, cuando pudo comprarle la casa a
sus padres. Pero la gloria, todavía estaba buscándolo. Lo encontró
el día que lo convocaron para la selección, el instante portentoso
que le marcó otro casillero de sus deseos cumplidos. Y ahí estaba
ahora, en ese extraño país, subido al ómnibus de la delegación,
llegando al estadio donde debutaría en un Mundial.
Flashes,
micrófonos, cámaras, gritos, palmadas, todo eran un murmullo que no
comprendía. El vestuario, la charla del técnico, las exigencias y
las motivaciones, todo se resumía en un corazón que no podía ya
contener en su pecho. Al fin, el llamado a la salida y la larga
caminata en fila hacia esa luz que parecía rugir.
Al
emerger del túnel y pisar el césped, le pareció, por un instante,
regresar al viejo patio de tierra de su ranchito, cuando después de
dejarse hacer un gol, su padre lo abrazaba y le decía: -¡vas a ser
un Maradona!- Cuando sonó el silbato y patear la pelota por primera
vez, supo que podría o no triunfar en este Mundial, pero el otro, el
de la vida, ya lo había ganado hace tiempo.
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