Complejo
tema el de la muerte. Resulta difícil no pensar en ella, pero más
arduo es entenderla. Las religiones intentan ayudarnos a soportar la
idea del final, apoyándose en la existencia de un alma o espíritu
perdurable, que trasciende nuestra vida corpórea. Hasta hay algunas
que hablan de la re-encarnación en otros seres vivos futuros.
Sin
embargo, por fuera de esas interpretaciones, la trascendencia de los
individuos existe. El recuerdo forma parte de esas herramientas
humanas que nos permiten conocer y entender a quienes nos
antecedieron y que, en menor o mayor medida, han dejado huellas en
las conciencias de sus sucesores temporales.
Las
dimensiones y profundidades de esas huellas, determinan el nivel de
importancia que han tenido y tienen para las generaciones que suceden
a los individuos que ya no están fisicamente. La mayoría de
nosotros nos perderemos en el océano de millones de simples personas
solo recordadas por los más cercanos hasta que, un día, ya nadie
nos nombre.
Pero
están los otros. Los inolvidables, los perdurables, los recordados
por siempre, los que desafían y le ganan al tiempo. Más que
huellas, sus vidas dejan surcos sembrados de pensamientos y acciones
que germinarán más tarde en quienes comprendan el mensaje de esos
espíritus distintos, que supieron construir paradigmas inmortales en
sus (casi siempre) cortas vidas terrenales.
En
esa dimensión está el Che. En esos surcos gigantes que se llenaron
de semillas de utopías, necesarias para caminar las esperanzas
populares. Por los corazones de los buenos pueblos del Mundo entero
pasa, desde hace cincuenta años, el dolor de no tenerlo más
conduciendo las batallas interminables contra los fabricantes de las
peores miserias humanas.
Pero
he ahí la paradoja. Que no estando, está. Que muerto, su alma,
espíritu, o como se llame, enciende cada día el fuego sagrado de la
rebelión imprescindible de los jóvenes y mantiene latente el de los
mayores. Que las balas que lo atravesaron, solo hicieron eso,
dejándonos el dolor eterno de su falta, junto al inmenso deber de
sucederlo.
Su
última mirada parece que nos lo pide. Si aguzamos el oido del alma y
esforzamos el corazón de la conciencia, podremos entender su mensaje
final, mandato firme y categórico destinado a vencer el odio de sus
asesinos, que son los nuestros, que son los de siempre. Y comenzar a
sentir, como él, cada dolor ajeno como propio. Entonces sí,
habremos entendido como vencer a la muerte.
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