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Por
Roberto Marra
El
odio a los pobres se parece mucho a una epidemia. Tal como cuando
aparece algún virus, conocido o nó, se suele menospreciar su poder
letal por parte de las mayorías (incluídos los mismos pobres),
creyéndose inmunes a sus efectos y generando, casi siempre,
resultados fatídicos por la falta de prevención ante semejante
ataque virósico-social.
La
defensa ante esos ataques despiadados de los auto-asumidos como seres
superiores, se torna más que dificultosa en una sociedad donde la
oligarquía ha logrado penetrar con sus paradigmas miserables las
conciencias de los medio-pelos y, paradojalmente, de los mismos
empobrecidos.
Caladas
sus más íntimas convicciones con este repugnante criterio virósico,
desarrollan sus actitudes segregacionistas y xenófobas hasta el
límite de promover la muerte, literalmente, de los disminuídos
materiales. La generación de actos inmorales y obscenos hacia los
desdichados caídos en la ruina de la pobreza, se tornan moneda
corriente en cada sitio donde aparezcan, señalándolos siempre como
autores de todas las desgracias sociales, increpándolos y
denigrándolos ante el revuelo asqueante de las patotas de
señaladores de delitos inexistentes, tirando las primeras piedras
antes de atender el peso de sus propias culpabilidades.
Nadie
se salvará de la persecusión de los enfermos virulentos, pero los
niños y los jóvenes pobres serán el blanco favorito para sus actos
aberrantes, justificando sus insanías con las falsedades que
inventan para cada ocasión, asegurando lo que no vieron ni
sintieron, aplastando la realidad contra el suelo, tal como lo hacen
con los cuerpos inermes de los indigentes sometidos a sus arbitrarias
decisiones.
Prestos,
los miembros de las “fuerzas de seguridad” serán los rápidos
cómplices de estos enfermos sociales, poniendo todo su poder de
fuego al servicio de semejantes aberraciones e injusticias,
intimidando, golpeando y matando, si se les hace “necesario” para
apañar las bestialidades de los patoteros. Después, solo quedará
el cuerpo inerme del “nadie” sobre el pavimento, rodeado por su
propia sangre y los pistoleros que pretenden llamarse “defensores
de la ley”.
Uno
menos, gritará por la tele algún asqueante personaje de pretendidas
condiciones periodísticas. Uno menos, se solazarán los autores
materiales de tanto asco. Uno menos, chusmearán las vecinas que
creen pertenecer a otra condición social que la del muerto. Uno
menos, contabilizarán los arrogantes burócratas de los palacios de
(in)justicia. Uno menos, consignarán los pretendidos defensores de
una democracia que se desarma a pedazos, en manos de los cipayos
ladrones del Estado.
Pero
será uno más, en la larga lista de la historia de tanta injusticia.
Uno más en la nómina aberrante de un Poder fabricante de la pobreza
y también de esta epidemia de animadversión mortal hacia los
pobres. Y, tal como la historia de la humanidad lo demuestra, podrán
ser solo sus propias víctimas quienes le pongan fin, con el viejo
antídoto de la lucha unitaria con las buenas personas que conserven
sus conciencias limpias. Y arrasen, para siempre, con los cimientos
de ese perverso laboratorio productor del lacerante virus del odio
programado.
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