martes, 8 de enero de 2019

LA EPIDEMIA DEL ODIO

Imagen de "El Confidencial"
Por Roberto Marra
El odio a los pobres se parece mucho a una epidemia. Tal como cuando aparece algún virus, conocido o nó, se suele menospreciar su poder letal por parte de las mayorías (incluídos los mismos pobres), creyéndose inmunes a sus efectos y generando, casi siempre, resultados fatídicos por la falta de prevención ante semejante ataque virósico-social.
Cuando su difusión alcanza a morder los talones de los perseguidos por este mortal elemento antisocial, entonces podrán aparecer quienes intenten poner paños fríos para bajar esa “fiebre” que sube sin límites, pero sin atacar las raíces que le dieron orígen al odio anormal a quienes, simplemente, están en condiciones de inferioridad material, marginados de las mínimas pautas protectoras de sus derechos humanos básicos, incluso de sus vidas.
La defensa ante esos ataques despiadados de los auto-asumidos como seres superiores, se torna más que dificultosa en una sociedad donde la oligarquía ha logrado penetrar con sus paradigmas miserables las conciencias de los medio-pelos y, paradojalmente, de los mismos empobrecidos.
Caladas sus más íntimas convicciones con este repugnante criterio virósico, desarrollan sus actitudes segregacionistas y xenófobas hasta el límite de promover la muerte, literalmente, de los disminuídos materiales. La generación de actos inmorales y obscenos hacia los desdichados caídos en la ruina de la pobreza, se tornan moneda corriente en cada sitio donde aparezcan, señalándolos siempre como autores de todas las desgracias sociales, increpándolos y denigrándolos ante el revuelo asqueante de las patotas de señaladores de delitos inexistentes, tirando las primeras piedras antes de atender el peso de sus propias culpabilidades.
Nadie se salvará de la persecusión de los enfermos virulentos, pero los niños y los jóvenes pobres serán el blanco favorito para sus actos aberrantes, justificando sus insanías con las falsedades que inventan para cada ocasión, asegurando lo que no vieron ni sintieron, aplastando la realidad contra el suelo, tal como lo hacen con los cuerpos inermes de los indigentes sometidos a sus arbitrarias decisiones.
Prestos, los miembros de las “fuerzas de seguridad” serán los rápidos cómplices de estos enfermos sociales, poniendo todo su poder de fuego al servicio de semejantes aberraciones e injusticias, intimidando, golpeando y matando, si se les hace “necesario” para apañar las bestialidades de los patoteros. Después, solo quedará el cuerpo inerme del “nadie” sobre el pavimento, rodeado por su propia sangre y los pistoleros que pretenden llamarse “defensores de la ley”.
Uno menos, gritará por la tele algún asqueante personaje de pretendidas condiciones periodísticas. Uno menos, se solazarán los autores materiales de tanto asco. Uno menos, chusmearán las vecinas que creen pertenecer a otra condición social que la del muerto. Uno menos, contabilizarán los arrogantes burócratas de los palacios de (in)justicia. Uno menos, consignarán los pretendidos defensores de una democracia que se desarma a pedazos, en manos de los cipayos ladrones del Estado.
Pero será uno más, en la larga lista de la historia de tanta injusticia. Uno más en la nómina aberrante de un Poder fabricante de la pobreza y también de esta epidemia de animadversión mortal hacia los pobres. Y, tal como la historia de la humanidad lo demuestra, podrán ser solo sus propias víctimas quienes le pongan fin, con el viejo antídoto de la lucha unitaria con las buenas personas que conserven sus conciencias limpias. Y arrasen, para siempre, con los cimientos de ese perverso laboratorio productor del lacerante virus del odio programado.

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