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Por
Roberto Marra
Uno
de los más trágicos resultados de los gobiernos conservadores y
oligárquicos es la exaltación del egoísmo y el abandono de la
solidaridad como paradigma social básico. Atravesados por el
bombardeo de mensajes mediáticos que promueven el “sálvese quien
pueda”, millones de obnubilados por sus propias preocupaciones y
desgracias, olvidan al sustrato social en el que sobreviven,
martirizados por los empujones de los poderosos hacia un abismo que
acercan y profundizan con sus medidas coherentes con sus perversas
intenciones dominantes, al tiempo que relatan porvenires de derrames
de placeres que, paradójicamente, se alejan cada vez más.
La
rutina mediática ha comprimido los cerebros al punto de hacerlos
impenetrables al dolor diario del abandono callejero, donde decenas
de pibes duermen en cajas de cartón, como perritos sin dueños,
pateados por transeuntes enojados con la molesta presencia de sus
cuerpitos desnutridos, muestra pasmosa de sus culpas inapelables. Los
últimos resabios de humanismo que puedan quedar en sus incapaces
mentalidades, hacen que, cada tanto (y llamado mediático de por
medio), arrojen algunas migajas a los despojos humanoides que tanto
les importuna en su loca carrera por sobrevivir a costa de la muerte
cotidiana de sus congéneres.
Con
el estilo repugnante copiado a los poderosos de verdad, atraviesan la
vida con desesperación egoísta, olvidando cada letra de lo que
alguna vez formó parte de sus imaginarios éticos, haciendo añicos
los preceptos de religiones que se mienten sostener, enarbolando
banderas de inmoralidades impuestas por sus patrones ideológicos,
aniquilando a enemigos inventados para mantener un status quo de
evidentes resultados negativos para la mayoría de la población y, a
poco de andar, para ellos también.
Los
cada vez más frecuentes ataques a sus bolsillos por los aumentos de
precios, no logran despertar más que muecas de enojos que,
invariablemte, irán en sentido contrario a los responsables de
verdad, cayendo, por enésima vez, sobre el desvencijado pobrerío,
receptáculo final de todas sus rabietas y principio de cada una de
sus obsesiones vengativas contra lo que nunca sucedió. Refregándose
las manos, los auténticos poderosos, en su afán por la dominación
absoluta de la sociedad, empujan con mayor obstinación a estos
degradados “mediopelos” contra los eternos “nadies”, para
impedir hasta la más pequeña rebelión de los que nada tienen (y
parece que nunca tendrán).
Esa
desesperación por elevar al infinito sus ya demasiado obscenas
fortunas permite que, de vez en cuando, un hilo de esperanzas
populares se cuele por las hendijas que van dejando en sus muros del
desprecio programado, dando lugar a esos períodos donde los sueños
justicieros tienen correlato con las acciones de algunos líderes de
sabidurías heredadas de historias populares donde triunfó, alguna
vez, la solidaridad.
Por
allí se deberá buscar, seguramente, el hilo conductor hacia las
viejas y nobles utopías arrojadas al costado de un camino que no se
pudo terminar de transitar, por acciones y omisiones, por mentiras y
sanciones indebidas a quienes tanto supieron hacer por construir los
eternos ideales de justicia. Pero esta vez, sin renuncios ni
traiciones consentidas, sin perdones y sin olvidos, sin fracasos
permitidos en nombre de democracias falsificadas, para terminar de
una vez y para siempre con el poder de la sucia y cobarde oligarquía,
fuente de todas las desgracias, lúmen de todos los angustias y razón
fundacional del egoísmo reinante.
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