Imagen de "Taringa!" |
Le
molestó encontrarlo justo allí, frente a él, agitando ese trapo
con inscripciones que agitaba como bandera. Era el Juancho. Lo
reconoció enseguida, a pesar del visor oscuro del casco. Se acordó
enseguida de cuando iban a pescar ranas al zanjón de las afueras del
pueblo. De las tardes calurosas debajo de la higuera comiendo
sandías. Cuando su abuela los llamaba a tomar el mate cocido con
galletas a la media tarde. O cuando lo llamaba a traves del cerco
para que lo acompañara al almacén a hacer los mandados. También
cuando se encontraban con los otros amigos para jugar a la pelota
descalzos en la calle de tierra.
El
tiempo y las ilusiones de vivir mejor, los alejó de aquel pueblito
chaqueño. Tomaron rumbos distintos: el Juancho se abrió paso con un
modesto trabajo que lo ayudó para intentar estudiar en Buenos Aires,
aunque nunca pudo terminar su carrera. Por su lado, él creyó ver la
salida en la gendarmería. Siempre le habían atraído las armas, a
pesar de nunca haber tenido una en sus manos.
Se
volvieron a ver algunas veces, para los fines de año, de visita en
el pueblo. Al tiempo que recordaban sus andanzas, fue descubriendo
que su amigo estaba distinto. Le hablaba todo el tiempo de política,
cosa que a él nunca le interesó. Le contaba de sus luchas
sindicales, de cuando lo nombraron delegado en la fábrica y de otras
cosas que ni recordaba. Despues, casi no volvieron a cruzarse. Hasta
esa tarde en la plaza.
¿Por
qué justo tenía que estar ahí? Para colmo, el oficial le había
ordenado no moverse del lugar. No podía retroceder ni correrse a los
lados para tratar de no verlo al Juancho y hacer que otro se
encargara. Llegó el grito ordenando avanzar y tirar a discreción y
no tuvo más remedio que hacerlo. El Juancho no se movía del lugar,
dale que dale con la bandera, cantando las consignas junto a sus
compañeros y, encima, alentándolos.
El
humo de los gases empezaba a desvanecer las caras de los
manifestantes, como en esas viejas películas de guerra que iban a
ver juntos en el cine del pueblo. Meta balas para todos lados,
tratando de evitar el lugar donde imaginaba que estaba el Juancho.
Comenzaron las corridas, los palos subían y bajaban con saña sobre
las cabezas, y las patadas a los cuerpos inermes en el suelo
completaban el trabajo ordenado.
Por
un momento el viento despejó la nube de gases y ahí estaba el
Juancho, justo delante de él, abrazado a su bandera, como mirándolo
a los ojos. O eso imaginó. Lo vio caer de rodillas y como de su
cabeza salía mucha sangre. Seguía gritando su consigna, casi sin
fuerzas. Y cayó hacia atrás, con los ojos desorbitados, temblando.
Tiró el fusil, se sacó el casco y corrió a sostenerle la cabeza,
mientras le gritaba: -¡Juancho, soy yo, el Néstor!- Juancho lo
miró, intentando decirle algo que se ahogó en la sangre que llenó
su boca. Y ya no se movió.
A su
alrededor seguían los balazos, los gases y los palos. Una ambulancia
llegó y se llevo el cuerpo inerme de su amigo. Y él se quedó allí
parado, como atado al piso, ahogado por un llanto que le llegó desde
la infancia, mientras le pareció escuchar a su abuela reclamándole:
-¿Qué hiciste, Nestito, qué hiciste?-
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